Amar a Lucifer

32. Un final destinado en la eternidad

La oscuridad del inframundo nunca me había parecido tan cálida.

Las sombras danzaban en las paredes de piedra negra, como si escucharan lo que yo aún no había dicho. Caminé descalza por la sala del Trono Quebrado, el eco de mis pasos apenas audible. Lucifer estaba allí, sentado sobre uno de los escalones, su espalda recta, su mirada fija en el vacío… pero yo sabía que me sentía llegar antes de que cruzara la puerta.

—¿Y? —preguntó, sin volverse—. ¿Recuperaste lo que perdiste?

Sonreí. No era una pregunta inocente. Él ya lo sabía. Siempre lo sabe.

—Nunca perdí nada —respondí, deteniéndome a su lado—. Pero me dieron algo mejor.

Lucifer me miró al fin. Sus ojos eran como siempre: relámpagos retenidos por un hilo de paciencia. Belleza peligrosa. Furia elegante.

—¿Y Dios? —preguntó con voz suave.

—Me ofreció el cielo —dije. Luego, más bajo—: Y me llamó hija.

Lucifer asintió, sin dramatismo. Pero en su mandíbula vi la tensión de alguien que, en secreto, estaba aliviado. Feliz, incluso, aunque jamás lo diría.

Nos quedamos en silencio unos segundos. El tipo de silencio que solo puede nacer entre dos seres que ya no necesitan explicaciones. Yo lo amaba. Y él a mí. Pero sabíamos que el amor entre nosotros no era un escape… sino una elección constante, casi un acto de guerra contra todo lo que fuimos creados para representar.

—¿Y ahora qué? —preguntó, al fin.

Lo miré con seriedad. Me senté a su lado y extendí mi mano, palma arriba.

—Ahora hacemos algo que no se ha hecho antes.

Él la tomó sin dudar. Nuestros dedos se entrelazaron, y en ese simple contacto el poder comenzó a temblar entre nuestras pieles, como una chispa a punto de incendiar el tejido del mundo.

—Un pacto —susurré—. No de dominio, ni de sumisión… sino de unión.

Lucifer frunció el ceño, curioso. No era habitual en mí hablar de cosas tan simbólicas. Pero esta vez, sentía que era necesario. Era nuestro momento de escribir algo nuevo.

—Compartamos un fragmento de lo que somos —le dije—. No para controlarnos… sino para que si un día uno cae, el otro recuerde por qué debe seguir.

Lucifer no dijo nada. Solo inclinó la cabeza, con respeto. Y entonces, lentamente, dejó fluir su esencia en mi mano: sombra pura, sedosa, como humo negro que danzaba con elegancia.

Yo hice lo mismo. De mi palma brotó una luz roja intensa, ardiente, como lava viva. Se entrelazaron, la sombra y el fuego, y en medio del cruce de ambas fuerzas, nació una tercera: algo más equilibrado. Más verdadero.

Nuestros cuerpos no cambiaron. Pero yo sentí su rabia. Su amor. Su eternidad.

Y él… él sintió mi dolor. Mi compasión. Mi fuerza nacida del quebranto.

Sellamos el pacto con un beso silencioso. No uno de pasión… sino uno sagrado. Uno que decía: te reconozco. Te acepto. Te elijo.

Cuando nos separamos, el aire del infierno ya no era el mismo. El suelo mismo vibraba con un rumor sutil.

—¿Y si los cielos no lo aceptan? —preguntó él.

—Entonces que tiemblen —respondí.

"Oh gran Lucifer por fin recuperaste lo que se te fue arrebatado, Amala con fuerza porque ella es para ti. Ya nada puede separarlos porque el castigo que se les impuso ya fue complido.

Ni en todas sus vidas ella dejaría de amar a Lucifer y el a ella. No hay cosa más digna que la justicia. Pero esto no acaba aquí porque el próximo descendiente está a la espera de su redención."

MIGUELO

El cielo estaba inusualmente tranquilo.

Las nubes parecían suspendidas en una quietud artificial, como si incluso el viento hubiese decidido observar en silencio. Yo me encontraba en el ala oeste del Santuario de Registros, rodeado de pergaminos flotantes y esferas de luz que murmuraban verdades olvidadas.

Entonces lo sentí.

Un tirón en el tejido del equilibrio. No era destrucción. Era desprendimiento.

Me volví de inmediato. En mis manos, el aire vibraba como una cuerda tensada demasiado tiempo. Bajé la mirada… y ahí estaba.

El Grimorio.

El grimorio de los destinos imposibles. De las verdades que no debían escribirse. Del amor que los cielos temían.

Apareció frente a mí como si nunca se hubiera ido. Flotando en un leve resplandor violeta, con sus páginas selladas por lenguas antiguas, su cubierta adornada por símbolos que ni siquiera los arcángeles se atreven a pronunciar.

Una sonrisa escapó de mis labios. Una que llevaba milenios esperando manifestarse.

—Así que regresaste —murmuré, extendiendo la mano.

El libro se posó suavemente entre mis dedos, caliente, palpitante. Casi… vivo. Acaricié el lomo con reverencia. Recordaba cada palabra que se había escrito allí, cada hechizo permitido, cada nombre protegido. Y sí… también recordaba por qué lo había enviado lejos.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.