Un muchacho apareció de la nada al costado del colegio donde estudiaban Ricardo y Margarita.
—¡Al fin, al fin llegué a Asunción! Ahora sí podré vengarme de Ricardo Mendoza...
—¡Oye, tú! —dijo el muchacho, tomando por la camisa a un colegial que caminaba hacia el colegio.
—¿Ah?
—Dime dónde está el colegio Aramys del Alba.
—Está detrás de ti.
—¡Uh, ah al fin!
En ese momento, Ricardo saltó por encima de la cabeza del muchacho, corriendo delante de Margarita.
—¡Ricardo, ven acá! —gritó Margarita, persiguiéndolo.
—¡Ni que estuviera loco para detenerme, y que me golpes.
El muchacho se levantó y saltó rápidamente hacia Ricardo, dando un golpe al suelo que lo agrietó.
Ricardo lo esquivó.
—¿Uh?
—¡Ricardo Mendoza! He esperado este momento durante dos años...
—¿Qué? —dijo Ricardo, colocándose al lado de Margarita.
—¿Ricardo, conocés a este muchacho? —preguntó ella.
—La verdad, no. ¿Quién eres? —dijo Ricardo, mirando desconcertado al chico.
—¿Cómo que quién soy? ¿No me recuerdas, tonto?
—Por algo te lo pregunto...
—Fuimos a la primaria juntos, ¿no lo recuerdas?
—¡Ahhh! —dijo Ricardo, chasqueando los dedos—. ¿Eres Héctor, no?
—¡Héctor Villasanti! — Dijo Ricardo.
—Así es. Y vengo a vengarme por el sufrimiento que pasé por tu culpa.
—¿Qué? No recuerdo haberte hecho nada...
—¿Te parece poco lo que hiciste?
—¿Hacer? —dijo Ricardo, poniéndose en una pose pensativa. Luego de unos minutos, habló—. Ahhh... ya esperame aquí —dijo antes de ir a buscar algo.
—¡Ricardo! ¿A dónde vas? —preguntó Margarita.
—No me tardo.
Ellos se quedaron en la entrada del colegio. Margarita y Héctor se sentaron cerca de un árbol.
—Oye, ¿de dónde conocés a Ricardo?
—Éramos compañeros en la primaria.
—¿En serio?
—Sí. Y vengo a vengarme por lo que me hizo hace dos años.
—¿Dos años? —dijo Margarita.
Ricardo volvió, y no vino con las manos vacías.
Héctor se incorporó y se puso frente a él.
—Mirá, este es de jamón, este de huevo, este de pollo y este de mandioca —dijo Ricardo, lanzando empanadas a los brazos de Héctor—. ¿Es por esto que venís a vengarte? ¿No es así? ¡Ahí tenés!
—¡No es por esto, idiota!
—¿Entonces?
—Es por lo que pasó hace dos años —dijo, dándole un mordisco a la empanada.
—Sigo sin entenderte...
—¡Es por el duelo que nunca se concretó!
—Ahhh... ¿era por eso?
—Sí —respondió Héctor.
—Yo te cité en un lugar, y cuando llegué, vos no estabas —dijo, recordando ese día—. Sentí una impotencia enorme cuando no te encontré ahí.
Ellos estaban sentados en el pasto, comiendo lo que Ricardo había traído.
—Pero yo fui al encuentro. Estuve ahí por cuatro días completos.
—¿Cuatro días? —dijo Margarita.
—Sí. Y vos nunca llegaste.
—No me acordaba del camino...
—¡Pero lo raro es que me citaste en el parque que está al lado de tu casa!
"¿Al lado de su casa?", pensó Margarita, sorprendida.
—Eso no importa.
—Además, eso no es lo único por lo que vine. Así que... ¡ponete en guardia!
—Uh... no quiero pelear, ¿de acuerdo?
En ese momento, Ricardo empujó a Héctor fuera del colegio y las rejas se cerraron.
—Ups... ahora no puedo —dijo Ricardo, alejándose mientras Margarita lo seguía.
Héctor miró a Ricardo con rabia. Luego comenzó a llover, abrió rápidamente el paraguas que traía en la mochila... y se fue.
Al día siguiente, Héctor volvió. Y retó a Ricardo otra vez.
—¡Pelea!
Ricardo lo miró con fastidio.
—Ya dejame en paz.
—¡Que pelees!
Ricardo corrió hacia la cancha. Héctor lo siguió.
—Bien, peleemos —dijo Ricardo, con una sonrisa torcida.
Brahian tiró su mochila al pasto. Margarita estaba por ahí, observando desde lejos.
Unos chicos se acercaron a la mochila de Héctor, curiosos. Intentaron alzarla, pero era demasiado pesada. Entre 20 y 40 kilos, fácil. Margarita se acercó, frunciendo el ceño. Logró levantarla, aunque con dificultad.
—Esto pesa demasiado… —pensó, mirando a Ricardo con preocupación. Era la primera vez que se preocupaba por él.
La pelea se intensificó. Ricardo y Héctor se movían por toda la cancha, como dos torbellinos. Margarita los siguió, cargando la mochila.Y sus compañeros también la siguieron porque querían saber que pasaría.
—¡Ricardo! —gritó ella.
—¡No me distraigas, Margarita!
—Ten cuidado. No es un muchacho cualquiera. Carga cosas pesadas… y no solo en la mochila.
—¿Qué dijiste?
—¡Presta atención! —interrumpió Héctor, lanzando una patada.
Ricardo esquivó. Pensó: Ahora que lo pienso… se ve que es bastante fuerte. Ja. Esto será divertido.
Margarita, agotada, tiró la mochila cerca de Ricardo. Héctor lo vio.
Sin dudar, lanzó sus muñequeras. Eran pesadas, caían como meteoros. Margarita no alcanzó a reaccionar.
Pero Ricardo sí.
La tomó del brazo y la llevó a un lugar más seguro. En ese movimiento, Margarita se luxó el tobillo.
—¡Vuelve aquí! —gritó Héctor.
—¡No me toques! —dijo Margarita.
—Ni que quisiera tocarte… Margarita, no te acerques. Es peligroso.
—Solo quiero ayudarte. Ese muchacho es muy fuerte.
—Tengo bastante claro que se volvió fuerte. Y por eso… NO QUIERO QUE ME AYUDES. ME ESTORBÁS.
Margarita lo miró, dolida. Le dio una bofetada. Se dio la vuelta y comenzó a caminar, cojeando.
Silencio.
Héctor se acercó, con una sonrisa oscura.
—Aquí estás —dijo.
—Ricardo, ya pelea y terminemos con esto —añadió, sacando un abanico que colgaba de su pantalón. Era pesado, afilado, casi como un arma.
—Ya cállate —respondió Ricardo, esquivando el abanico y lanzándolo al suelo.
Entonces Héctor sacó algo más de su mochila: un disco metálico, brillante, afilado. Y lo lanzó con fuerza.
—¡Dejá de molestar, querés! —gritó Ricardo, y lo lanzó al cielo.