Margarita y Ricardo volvían a la casa después de la escuela. Margarita estaba pensando en qué haría, mientras Ricardo la seguía con cara de aburrimiento.
—Oye, espero que ganes… no quiero quedarme con esa.
—Primero que nada, no lo hago por ti, sino porque no pienso perder ante una bailarina.
—No importa —dijo Ricardo.
Cuando llegaron a la casa, Margarita se cambió y fue al cuarto donde colgaba su bolsa de boxeo. Se sentó en el piso a pensar. Luego entró Ricardo con una remera a botón en el cuello, desabrochada, el cabello suelto y un short, y se sentó a su lado.
—Oye, ¿qué te pasa?
—Nada. Solo estoy pensando en qué hacer para mañana.
—Oye, le vas a ganar, ¿recuerdas? O eso fue lo que dijiste.
—Sí, lo haré, pero no sé… cómo.
—Tranquila, Margarita —dijo una voz desde la puerta de la habitación, que claramente escuchaba la conversación.
—¡Eh! ¿Héctor? —dijo Margarita.
—¿Qué haces aquí, bola de algodón? —preguntó Héctor.
—¿Qué, “bola de algodón”? —respondió Margarita, confundida.
Héctor entró a la habitación y pisó la cabeza de Ricardo enojado.
—No, soy una bola de algodón —dijo Ricardo.
Luego Héctor dejó a Ricardo y se enfocó en Margarita.
—Bueno, volviendo a ti, Margarita, yo te ayudaré.
—¿Y tú en qué podrías ayudarla? —preguntó Ricardo.
—¡YA CÁLLATE! —gritó Héctor.
—Mira, yo te ayudaré con algunos pasos básicos de ballet —dijo Héctor, mirando a Margarita.
—¿Acaso sabes ballet?
—No mucho, pero sé lo básico. Mira, juntarás así los pies y cuando ataques das un golpe y giras con elegancia —dijo Héctor, haciendo una demostración.
Siguieron así por horas, hasta que Margarita cayó al suelo, exhausta.
—¡Ay, ya no puedo más! Me duelen las puntas de los dedos. ¡Paremos, Héctor!
—¿Crees que ya estás lista, Margarita? —dijo Ricardo, con sarcasmo.
—¡No molestes!
—Solo lo digo porque parece que ya lo estás, por eso paraste.
—Déjala en paz —dijo Héctor, mirando a Ricardo—. Creo que con dos más ya estará lista.
—¿Tú crees? —preguntó Ricardo.
—¿Qué, no me crees capas? —gritó Margarita, acercando su rostro al de Ricardo.
—No quiero quedarme con esa chica, por algo estoy preocupado.
—Eres un… ya te dije que no lo hago por ti, sino por mí. No perderé contra ella —dijo apretando los puños.
—Ja, sí, claro, como si supieras ballet de la noche a la mañana con un profesor pirata —bromeó Ricardo.
—¡Oye! —dijo Héctor.
— Eres un pesado, él está tratando de enseñarme, aunque sea lo básico.Estás odioso, que de costumbre.
—Ja, odioso… ya te dije por qué estoy así. No quiero quedarme con ella. Practica más, ¿quieres?
—Práctica conmigo entonces.
—¡Estás loca! No sé nada de ballet.
—Entonces no opines si no sabes —dijo Margarita, lanzando un golpe que Ricardo esquivó. Margarita lo agarró del pie y lo tiró al piso; luego se tiró encima, poniendo su brazo en el cuello de Ricardo.
—¿Entendiste? —dijo Margarita.
Margarita se sorprendió un poco al notar algo que parecía brillar en el pecho de Ricardo.
—Uh, ¿qué es esto? —preguntó.
Era un collar con la forma de una navaja rodeada por una serpiente.
Margarita se incorporó y se sentó en el piso, dejando que Ricardo se levantara. Él se pasó la mano por la cabeza, sobándose. Margarita tocó el collar.
—Nunca te había visto con este collar.
Ricardo apartó la mano de Margarita con brusquedad y se levantó rápidamente, tapando la cadena con una de sus manos.
—No es nada… solo sigue practicando —dijo Ricardo antes de irse.
—¿Qué pasó? —preguntó Margarita.
A Héctor también le impactó la forma de reaccionar de Ricardo, pero no le dio mucha importancia.
—¡Vamos, Margarita! —dijo Héctor, tomando su mano para que se levantara.
—Sí —respondió ella.
Siguieron practicando. Al día siguiente, Margarita se levantó adolorida. Tenía suerte de que ese día era feriado, pero igual tenía que ir a la competencia a la que Mía la había retado. Cuando bajó las escaleras, vio a Ricardo desayunando y recordó lo sucedido anteriormente, aunque decidió no pensar en ello.
Pasaron las horas hasta la merienda. Ricardo se preparó y luego fueron al Colegio Corazón Sagrado con Margarita. Mateo los acompañó, porque quería ver qué pasaba.
El gimnasio estaba repleto. Los estudiantes corrían de un lado a otro. Margarita se preguntaba por qué había tantos alumnos, si solo era entre Mía y ella. Ricardo caminaba detrás, también curioso.
Mía vio a Ricardo y corrió a abrazarlo. Estaba vestida con una remera floreada, shorts y zapatos de ballet. Ricardo llevaba una remera negra, pantalón cómodo y championes, con el cabello recogido en una coleta baja.
—¡Ricardo, mi amor! —dijo ella abrazándolo.
Ricardo no sabía cómo reaccionar y tomó a Margarita del brazo.
—Escucha, no puedes acercarte a mí hasta que le ganes a ella —dijo, poniendo a Margarita en medio.
—Ah, Margarita, espero que vengas lista, porque vas a perder —dijo Mía con una mirada asesina.
—No juegues con eso si no lo vas a cumplir —respondió Margarita con una sonrisa.
Mía se fue a su vestidor, pero antes le dio un beso en la mejilla a Ricardo, dejándolo atónito.
—Ya camina —dijo Margarita, yendo hacia el gimnasio. Llevó a Ricardo a las gradas.
Ricardo, sentado, se frotaba la frente.
—No puedo creer que esto esté pasando… Margarita va a perder —murmuró.
Mateo, a su lado, reía.
—Vamos, cuñis, esto va a estar épico. Veremos si alguien puede vencer a Margarita.
Ricardo lo fulminó con la mirada.
—Oye, esto es en serio, no es broma. Estoy yo de por medio.
En el centro del gimnasio, Margarita se ajustaba las zapatillas de ballet que alguien le había prestado a último minuto. Nunca había practicado en serio, pero al menos Héctor le había enseñado lo básico. Mía, en cambio, ya estaba preparada: su cabello rizado azulado brillaba bajo las luces, y sus movimientos eran fluidos, elegantes, llenos de confianza.