Había pasado un mes y Ricardo y Margarita seguían con sus vidas normales. Ellos iban y venían de la escuela, e Iban a ayudar a sus madres los sábados en el negocio familiar.
—Ricardo, ¿podrías traer más leña? —dijo Isabel.
—Sí, ya voy —respondió él.
Margarita se encargaba de barrer la entrada, mientras que Mariana estaba en la caja cobrando.
Después de un día largo, volvieron a casa y encontraron a Matías con la cena ya preparada. Se sentaron todos en la mesa y comenzaron a comer.
—Ay, qué cansancio, no creí que fuera tan difícil —dijo Margarita.
—Lo mismo digo —añadió Ricardo.
—Les dije que sería difícil —comentó Matías.
—Bueno, ya no importa. Mañana será otro día y hay que levantarnos con fuerzas.—dijo Isabel.
—Sí —respondieron todos al unísono.
Al día siguiente, Ricardo volvió a despertar sudando frío. Cuando bajó para ir al baño sintió un mareo y cayó al suelo. Los que estaban en el comedor subieron corriendo al escuchar el golpe y lo encontraron tendido en el piso.
—¡Ricardo, hijo mío, despierta! —dijo Mariana, golpeándole levemente el rostro.
Matías lo levantó y lo llevó al sofá. Minutos después, Ricardo despertó como si nada, rodeado por todos, incluso por Margarita, que lo miraba con evidente preocupación.
—Ya despertó —dijo Matias.
—Ay, Ricardo, ¿qué te pasó? —agregó Mariana.
—Sí, ¿qué fue lo que te sucedió? —insistió Mateo.
—Seguro fue por el trabajo que estuvo haciendo —dijo Isabel.
Margarita negó con la cabeza, con el rostro serio pero preocupado:
—No lo creo. Si eso fuera cierto, también me pasaría a mí. Ricardo... ¿en serio estás bien?
—A… sí, no me pasó nada —respondió él con un suspiro, tratando de restar importancia—. Solo creo que me volví a dormir. —Luego añadió con una sonrisa nerviosa—. Bromeo.
Todos se aliviaron al escucharlo.
—No me vuelvas a asustar así —dijo Mariana, abrazándolo.
—Tranquila, mamá, no pasa nada —respondió Ricardo, levantándose—. Bien, iré a darme un baño, ya regreso.
Poco después bajó las escaleras ya bañado y vestido, y se sentó cerca de la puerta corrediza que daba al patio.
Mientras tanto, Matías estaba cortando el pasto, Mariana e Isabel hacían cuentas con el dinero del día, y Mateo había salido a jugar con sus amigos. Margarita hacía sus tareas en su habitación, pues aún era temprano, no pasaban de las diez de la mañana.
Como Ricardo no tenía nada que hacer, tomó sus cuadernos y libros y fue a buscar a Margarita.
—Margarita… —dijo tocando la puerta.
—¿Qué pasa? —respondió ella desde dentro.
—¿Puedo pasar?
—¿Para qué?
—Ayúdame con las tareas, ¿puedes?
—Bien, pasa.
Cuando Ricardo entró, vio a Héctor, en su forma de conejo, junto a la mesa de Margarita.
—Ah, mira… otra vez este conejo.
—Sí, ¿algún problema? —replicó Margarita sin mirarlo, concentrada en lo que hacía.
—No, ninguno —respondió él.
—Bueno, siéntate, te ayudaré.
—De acuerdo.
Ricardo se sentó al lado de ella, mientras Héctor lo miraba con furia. Ricardo se dio cuenta y dijo
—Mba’éiko la he’usea che róva espejoiko mba’e… (¿Qué es lo que quieres? ¿Tengo cara de espejo o qué?)
—¿A quién le dices eso? —preguntó Margarita, mirándolo con seriedad.
—¿Qué no ves que tu “conejo” me está mirando mal?
—¿Eh? —Margarita volteó a mirar a Héctor, que en ese instante cambió su expresión a una más suave.
—Claro que no, Ricardo. Estás alucinando, ¿verdad que sí, Peter? —dijo ella, acariciando al conejo—. Además, si lo hiciera sería porque tú lo golpeas.
—Ash… vine aquí para que me ayudaras con la tarea. Y dile a tu conejo que mire a otro lado.
—Ya déjalo en paz. En qué quieres que te ayude.
—Eh…a sí, en la página 52 de álgebra, en la 32 de inglés, en la 40 de química, en la 30 de física, en la 62 de filosofía… y en la 20 de castellano.
—¡Ay, no has hecho absolutamente nada! —exclamó Margarita, algo enojada.
—Es que me da pereza.
—Ya me di cuenta. Bueno, empecemos con álgebra.
Mientras Margarita le estaba explicando, le entró algo de sed.
—Oye, ¿quieres tomar algo? —preguntó ella
.
—Uh… un jugo de manzana estaría bien.
—Bien, iré a la tienda de la esquina un momento.
—De acuerdo.
Margarita salió de la casa, dejándolos solos. Ricardo trataba de avanzar en los ejercicios, mientras Héctor lo miraba con más furia. Molesto, Ricardo golpeó la mesa.
—¿Por qué me miras así, Héctor?
El conejo solo lo observaba, incapaz de hablar.
—Ah, sí no puedes hablar… ¡solo deja de mirarme así, quieres! Además, ¿no te habías ido hace unos días?
Ricardo recordó que hacía cinco días Héctor había vuelto a su forma humana y se había marchado. Aun así, el conejo lo seguía observando fijamente. Su nariz roja destacaba en su pelaje gris.
De pronto, Héctor estornudó dos veces y volvió a su forma humana: un muchacho apuesto, de cabello gris-marrón, ojos celestes y cuerpo atlético.
—Ah, conque así vuelves a tu forma humana —dijo Ricardo, observándolo sorprendido. — el sacudió la cabeza y añadió —porque estas tan enojado
Héctor, furioso, le respondió:
—¿Y todavía preguntas por qué estoy enojado? ¡Por tu culpa vivo con esta maldita condición!
—¿Por mi culpa? No recuerdo haberte hecho nada.
—Hace dos años, cuando no te encontré en el lugar de la pelea, empaque mis cosas y fui a buscarte. dejé a mi mamá en Ciudad del Este.
—Eso no fue mi culpa, fue tuya por dejarla sola.
— Para mi suerte ella está bien. Tengo mi celular haci qué suelo hablar con ella.
—Qué bien… —respondió Ricardo.
—¡No me distraigas! Cuando por fin te encontré, estabas cavando algo con una pala, ¡y esa misma pala fue con la que me lanzaste a la casa de una bruja!
—¿Qué? ¡Jajajaja! No digas estupideces, Héctor. Las brujas no existen.
—¿Ah, no? Entonces explícame cómo me convierto en esta bola de algodón cada vez que estornudo. —Héctor apretó los dientes.