En el receso, Margarita salió más relajada. Se sentó bajo un árbol. Ricardo estaba arriba, sobre una rama, mirándola.
—Oye, ¿qué trajiste para comer? —preguntó él.
—Lo que preparó Matías.
—Ya lo sé, pero ¿qué preparó?
—Esto —dijo Margarita, mostrándole su vianda.
—¡Ay, qué rico! Dame un poco.
—No.
—¿Por qué?
—Tú tienes tu propia comida.
—No la traje.
—Pues ahora te aguantas.
—Margarita…
—No.
—Anda…
—No.
—Plis.
—No.
—Por favor.
—No.
—Maaargariiiitaaaa…
—¡De acuerdo! —gritó Margarita, irritada por su insistencia.
Los días pasaron y Margarita estaba más tranquila. El colegio se preparaba para un festival de recaudación de fondos.
El curso de Margarita, primero, debía organizar un café donde la gente pudiera tomar té, comer donas y otras cosas.
—No puedo creer lo que tenemos que hacer —se quejó Catalina, la mejor amiga de Margarita.
—¿Por qué?
—Porque tengo mucho trabajo. Tengo que cuidar a mis dos hermanos.
—Pero esto vale puntos, Cata.
—Lo sé, pero no puedo contratar niñeras.
Ricardo, que estaba escuchando, intervino:
—Yo puedo cuidar a tus hermanos.
—¿Qué?
—Sí, podemos turnarnos. Tú los cuidas primero, luego Margarita y después yo. Así todos cumplimos, y además solo es por acto de presencia.
—Ay, Ricardo… gracias.
—Mira desde cuándo tan amable… —dijo Margarita con una sonrisa.
—No me juzgues. Oye, yo siempre soy amable.
—Ay sí, claro…
El día del festival llegó.
La familia de Margarita no pudo asistir, pero los tres estudiantes de la casa sí.
Mateo se vistió de bartender, preparaba las bebidas, ya que el tercer curso debía encargarse de eso. Ricardo y Margarita se vistieron de meseros. Catalina trajo a sus hermanos y se quedó cuidándolos, mientras Margarita ayudaba a preparar todo. Ricardo trajo el horno portátil, y los compañeros se encargaban de los utensilios; los ingredientes los consiguieron de la cocina del colegio.
Cuando todo estuvo listo, Margarita tomó su turno para cuidar a los niños.
Horas después, Raphael apareció. Había sido invitado por sus ex compañeros para colaborar en el festival. Vagó por la escuela, recordando viejos tiempos, hasta que se acordó de Margarita y se dirigió al salón del primer curso.
Entró a la cafetería y fue recibido con amabilidad. Ricardo, como mesero, lo atendió. Lo miraba como si quisiera golpearlo, pero se mantuvo en calma y siguió con su trabajo.
Poco después, Margarita salió del área donde cuidaba a los niños. Ricardo la tomó del brazo y le susurró al oído:
—Ese tal Raphael está aquí. No te acerques.
Margarita se quedó confundida. Mientras tanto, Raphael ya la había visto. Se levantó de la mesa y se acercó a ella rápidamente.
—Oh, Margarita. Te dije que vendría a visitarte. ¿No estás feliz?
—¿A qué viniste en serio? Ya deja de actuar.
La expresión de Raphael cambió de inmediato. Su mirada se volvió seria, dominante. Tomó a Margarita del brazo y la llevó a un lugar apartado, detrás del colegio, donde solían estar antes. Allí la acorraló.
—¿A qué te refieres con que deje de actuar? —preguntó.
—A que dejes de fingir, cuando en realidad tienes ganas de golpearme. Sé muy bien que viniste por eso.
—Tienes razón —dijo Raphael con una sonrisa torcida—. Pero también vine para hacerte la vida imposible. Ni creas que estaras como si nada. Además ese noviecito tuyo… me ayudará bastante.
—A Ricardo lo dejas fuera de esto, porque voy a empezar a pensar que te volviste un desquiciado.
—¿Por qué? ¿Acaso te gusta?
—Eso no es de tu incumbencia.
—En ese caso… voy a hacer más que destruirte, Margarita.
— ¿Te volviste loco?
— Raphael sonrió — ¡Tú me vuelves loco! —gritó Raphael, con algo extraño brillando en sus ojos.
Margarita se quedó sorprendida.
—Vuelvo después de un año y me entero de que estás comprometida, de que puedes andar con la cabeza en alto, como si nada hubiera pasado después de lo que me hiciste.
—Ya te dije que lo sentía, no era mi intención publicar esas fotos.
—Eso no es todo lo que me enferma. Lo que más odio es que estés comprometida. ¿Cómo pudiste comprometerte con ese imbécil?
—¿A qué te refieres? Eso no debería de importarte.
Raphael parecía haber perdido la cabeza. La tomó con brusquedad de la cintura y la atrajo hacia sí. Margarita forcejeó, empujándolo con las manos, pero él no la soltó.
—¡Suéltame, Raphael! —gritó, con la respiración agitada.
—No puedo —respondió él, con una sonrisa torcida—. No después de que me dejaste con esta maldita espina en el pecho.
—¡Estás loco! —Margarita golpeó su hombro, pero Raphael solo la acorraló más contra la pared húmeda detrás del colegio.
—¿Loco? —rió con amargura—. ¿Sabes lo que es lo que también me enferma y me a estado en ese año?....... Que sigues grabada aquí —se golpeó el pecho con el puño—. Y ahora resulta que estás comprometida.
—¡No hables así de él! —espetó Margarita, alzando la voz con la valentía que tenía —. No tienes derecho.
Los ojos de Raphael chispearon con furia, pero también con algo más oscuro. Se inclinó peligrosamente cerca, tanto que Margarita pudo sentir su respiración.
—Ese es el problema, Margarita. Te miro… y me doy cuenta de que no quiero vengarme de ti. Lo que quiero es que me mires como lo miras a él.
Margarita se quedó helada, incapaz de moverse.
—Eso nunca va a pasar —susurró, con la mirada firme.
Raphael apretó más su agarre, con el rostro a un suspiro del suyo.
—Entonces tendré que obligarte a recordarme —dijo con voz baja y peligrosa.
En ese momento, una voz tronó desde la distancia:
—¡Aléjate de ella!
Era Ricardo, que los había corrido a buscarlos cuando Catalina iba a tomar su turno para cuidara los niños y le dijo que a Margarita se la había llevado un muchacho. Sus pasos resonaban fuertes contra el suelo, y sus ojos estaban encendidos de rabia.