Nueva York
Desperté con un dolor insoportable de cabeza, antes de abrir los ojos arrugué mi entrecejo y toqué mi cara, al abrirlos miré para mi costado y vi a mi pesadilla.
—Buenos días, mi amor.—me incorporé en el asiento y lo miré nuevamente.
—¿Qué pasó? ¿En dónde estamos?—hice un escaneo al lugar y lo que mis ojos estaban viendo no podía ser.
—Nos atacó la policía y tuvimos que salir por la ventana del cuarto, ahora nos estamos yendo a Nueva York.—me detuve en seco al escucharlo decir eso.
Nueva York. Avión. Tiene que ser una pesadilla.
—Es invierno, ¿y mi campera?—me abracé a mí misma, sonríe y besa mi frente.
Detesto que bese mi frente porque esa clase de beso significa algo especial, algo lindo, y con él ninguna de esas cosas pasan.
—No la vas a necesitar, mi amor, porque allá en Nueva York es verano.—asentí.
No me importa mucho, la verdad, ni él, ni su verano en Nueva York, por mí se puede ir a la luna si quiere, nadie le va a echar de menos. En Estados Unidos nadie me va a venir a buscar, ya ni asustada estoy porque nada que venga de la boca de Juan me sorprenden. Es un imbécil y a veces lo quiero muerto, aunque sé que está mal pensar así, a veces es lo que deseo.
Ladeé la cabeza para mirarlo, él estaba con la cabeza apoyada en la cabecera igual que yo y con los ojos cerrados.
—Juan—hace un ruido con la garganta invitándome a que siga—. ¿Puedo enviar una carta una vez por semana a mi familia?—abre los ojos y me mira.
—No fue lo que acordamos.
—Lo sé, pero envío una carta una vez por semana y vos podés leerla para ver que cumplo con mi palabra.
—Después lo hablamos eso, mi amor.
A regañadientes me acomodé en el asiento y ya no le hablé más, todavía quedaban trece horas para llegar, eso es lo que me dijo él.
***
Entramos al departamento y tengo que admitir que era muy bonito, y muy lujoso. ¿Desde cuándo Juan tenía tanta plata?
Desde que empezó a tratar con narcotraficantes. Cierto, lo había olvidado.
Dejé mis pocas cosas que había traído en un rincón y empecé a mirar un poco la casa. En el cuarto había una ventana enorme que daba al balcón y desde ahí se podía ver la ciudad que era preciosa, los edificios, todo iluminado. Ya era de noche y la noche era aún más preciosa en esta ciudad, bueno, al menos lo que he visto en fotos. Admirando esta belleza siento sus manos rodeándome desde atrás y mi cara cambió completamente. Que facilidad tenía para arruinar los momentos.
—Hice bien en traerte a ese sitio, se nota que te gusta.
—Nueva York es una ciudad preciosa.—dije sin separarme, lo único que me generaba era asco.
Empezó a besar mi cuello y a bajar hasta mi omóplato, hice cara de asco, pero a él no le importó lo mucho que me aborrecía el ser tocada por ese energúmeno.
Me di la vuelta para mirarlo y él se acerca a mi oído—. Quiero que seas mía y de nadie más, como siempre lo fuiste. Nadie te merece más que yo.
En ese momento se me ocurrían miles de insultos, incluso en idiomas que ni yo sé, nos sentamos en el medio de la cama y él siguió, pero la rabia pudo más conmigo y terminé empujándolo.
—¡Estoy harta de esto, yo no soy tuya, ¿me escuchaste? Preferiría matarme antes que serlo!
Sonríe y asiente con sarcasmo. Agarra el teléfono y yo fruncí mi ceño, no sé qué es lo que pretende, ojalá lo supiera, pone la llamada en voz alta.
—Hola, Ramírez.
—Hola, señor.—incluso tiene personas que trabajan para él, es demasiado.
—¿Cómo te está yendo con nuestro amigo?—dice con sarcasmo y una sonrisa de esas tan irritantes que tiene cuando se trae algo entre manos, ladeé la cabeza y lo miré con advertencia.
—Sufre, está mal porque su novia se fue dejándole solo una patética carta y como si no fuera nada, se acaba de enterar que es adoptado.—me quedé inmóvil.
Renzo... ¿Se enteró de la verdad?
Juan corta la llamada y me mira con una ceja levantada y una sonrisa de triunfo.
—Así como me entero de todo lo que pasa con él y con toda tu familia, puedo hacer mucho más. Así que te conviene complacerme y no dejarme con las ganas porque sino le doy la orden de que le vuele la cabeza, y a Ramírez le encanta cumplir órdenes.—fue imposible esconder el espanto de mi cara, acaricia mi mejilla—. Pero no te preocupes, solecito, le voy a decir que nos mande una foto para que no lo dudes, y para que la veas cada que lo extrañes, así lo sentís cerca.
Lo odio, juro que lo odio. Puse cara de perro y él se me acercó para seguir con lo que estábamos.
«Nos dijimos tantas veces adiós
que despedirnos
significaba reinventar un reencuentro»