Amar hasta doler

C1. LO QUE QUEDA CUANDO AMAS DEMASIADO

A veces, cuando me miro al espejo, no reconozco quién soy.
No por los años ni por las ojeras que se asoman debajo de mis ojos, sino porque ya no sé dónde termina mi reflejo y dónde empieza lo que los demás han querido de mí, he pasado tanto tiempo intentando ser suficiente, intentando que alguien me elija sin condiciones, que olvidé cómo se siente estar en paz conmigo misma.

La gente dice que amar es dar, pero nadie advierte lo que pasa cuando das hasta vaciarte.

La mañana estaba gris, de esas que parecen pesar en los hombros. Ainoha se levantó sin ganas, aunque el despertador había sonado hacía ya veinte minutos, el aroma a café frío llenaba la cocina, pero no había nadie más, ni siquiera recordaba la última vez que alguien la esperó con una taza recién hecha.

Abrió las cortinas y dejó entrar la luz, esa luz pálida que no calienta, que solo ilumina para recordar que el día sigue aunque tú no quieras, Ainoha tenía veinticinco años y una colección de ausencias que no sabía dónde guardar, no eran objetos ni cartas, sino gestos que se habían quedado flotando en el aire: llamadas no devueltas, abrazos que se disolvieron, promesas que se secaron antes de florecer.

“Tal vez el problema soy yo”, pensé mientras revolvía el café sin probarlo.
“Tal vez siempre fui demasiado, ya sabes...demasiado sensible, demasiado intensa, demasiado dispuesta a quedarme cuando todos ya se habían ido.”

En el fondo, no era que no supiera amar, mejor dicho era que ella amaba de una forma que asustaba.

Recordó la primera vez que sintió que amar dolía, tenía doce años y había pasado la tarde esperando a su madre, quien prometió ir a verla bailar en el festival de la escuela, la función terminó, las luces se apagaron y solo quedaban los conserjes.
Su madre nunca llegó.
Ainoha se quedó sentada en el escenario vacío, con las zapatillas puestas y las manos frías, sintiendo cómo la emoción se transformaba en una punzada silenciosa en el pecho, aquella noche entendió que a veces, el amor no se demuestra con palabras… simplemente no llega.

Desde entonces, cada vez que alguien la miraba con cariño, algo dentro de ella temblaba entre el deseo y el miedo.
Y aun así, amaba.
Amaba como quien lanza una moneda al pozo deseando que el eco responda, con la esperanza de que así sea.

Había tenido relaciones, claro, algunas bonitas, otras caóticas, pero todas con el mismo final: ella vacía y ellos indiferentes.
Parecía atraer a personas que no sabían recibir tanto amor, o quizás a personas que solo querían sentirse amadas un rato, hasta que se curaban y seguían su camino.

“Tú mereces algo mejor”, le dijo una amiga una vez.
“Eso es lo peor”, respondió Ainoha...“Que siempre merezco algo mejor, pero nunca llega.”

Esa frase se quedó con ella, como un eco que dolía más que las despedidas.

Aquella mañana, después de ducharse, encendió una vela en el escritorio, tenía ese hábito de escribir cuando sentía que el corazón le pesaba, en su cuaderno, las páginas estaban llenas de frases inconclusas:
“Quiero que alguien me vea sin intentar arreglarme.”
“Amar no debería doler, pero doler es lo único que me recuerda que estoy viva.”
“Quizás no soy difícil de amar, quizás solo amé a personas que no sabían cómo hacerlo.”

Suspiró.

Afuera llovía, su epoca del año favorito, a veces cuando lloraba solo fingía que era lluvia cayendo sobre ella tratando de entender la vida.
Las gotas golpeaban el cristal como si también intentaran decirle algo que ella no entendía, cerró los ojos y se dejó llevar por ese sonido, que le recordaba las tardes de su infancia, cuando se refugiaba bajo las cobijas mientras la lluvia caía sin parar.

Allí, en medio de la soledad y el ruido del agua, comprendió algo que nunca se había permitido pensar:
que amar demasiado no la hacía débil.
La hacía humana y que tal vez, solo tal vez, el problema no era amar tanto, sino amar sin incluirse a sí misma en la lista de prioridades.

“Hoy voy a empezar distinto”, escribió.
“No sé cómo se ama bien, pero voy a intentar amarme como he amado a todos los demás: con paciencia, con ternura y sin miedo de quedarme sola.”

Sonrió por primera vez en días. No era una sonrisa grande ni perfecta, era frágil, temblorosa, pero sincera.

A veces pienso que toda mi vida ha sido una competencia que nunca pedí correr, que mi existencia ha sido una larga lista de intentos por ser vista, escuchada, amada pero por más que lo intento, siempre termino siendo la que da demasiado y recibe casi nada.

Por eso amo como amo: con miedo, con entrega, con hambre; porque toda mi vida he tenido que ganarme el cariño, demostrar que lo merezco, rogar por migajas de atención.

“A veces siento que nadie me ve,” escribí en mi cuaderno una noche.
“Ni siquiera cuando grito en silencio.”

Ese cuaderno es mi refugio, es el único lugar donde puedo ser completamente honesta, ahí anoto lo que no digo en voz alta: los ataques de ansiedad, las noches sin dormir, los pensamientos que me aterrorizan, los días en los que mi mente se convierte en mi enemiga.

Mi terapeuta dice que tengo que aprender a cuidar mis pensamientos, pero a veces ellos me cuidan a mí, a veces escribo para no romperme o simplemente escribo para no desaparecer.

El celular vibró sobre la mesa.
Era un mensaje de Daniel.
Solo decía: “He estado pensando en ti.”

Lo miré largo rato, sintiendo cómo mi corazón se apretaba con esa mezcla familiar de nostalgia y dolor, había sido una historia intensa, de esas que empiezan con risas y terminan en silencio, él llegó cuando más sola me sentía, cuando necesitaba creer que alguien podía quedarse.
Y por un tiempo, lo hizo.
Pero como todos, también se fue.

Pensé en no responder, en protegerme, mi terapeuta me había repetido: “Poner límites también es una forma de amor propio.”, pero, ¿cómo se le pone límite a un corazón que nunca aprendió a cerrarse?



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En el texto hay: romance, rupturas, problemas familia

Editado: 10.11.2025

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