De niña, Ainoha aprendió pronto que el amor en su casa tenía reglas, no se hablaban, se adivinaban, no se abrazaban, se toleraban, no se pedía cariño, se ganaba.
Su hogar nunca fue un lugar cálido; era una casa que parecía llena, pero siempre estaba vacía, las paredes guardaban más gritos que risas, y el silencio era la única forma de paz.
Su madre se movía por la casa como una tormenta: siempre ocupada, siempre molesta, siempre midiendo con la mirada lo que cada una de sus hijas hacía mal, siempre fue la clase de mujer que creía tener el control de todo, incluso de las emociones de los demás y con Ainoha nunca fue suficiente, cada pequeño error era una bomba átomica, si reía demasiado, la llamaba inmadura, si callaba, la acusaba de ser fría, incluso si lloraba, la tachaba de débil.
“Mira a Camila, ella sí sabe comportarse”, le decía mientras le alisaba el cabello a su hermana del medio.
“Tú deberías aprender de ella, siempre tan ordenada, tan educada, tan correcta.”
Ainoha no entendía qué significaba “correcta”.
Solo sabía que, sin importar cuánto se esforzara, nunca era suficiente, podía sacar buenas notas, pero Camila siempre salía mejor, podía ayudar en casa pero Camila lo hizo mejor, fingir que no le dolían las palabras fue un martirio… pero su madre siempre encontraba algo que criticar, siempre había un “pero” esperándola al final de cada elogio.
Y si alguna vez intentaba defenderse, el castigo era el silencio, ese silencio helado que duraba días, semanas incluso, su madre no necesitaba gritar para hacerla sentir pequeña; bastaba con ignorarla.
Camila, en cambio, era el ejemplo que todos seguían, la hija perfecta, no porque fuera cruel, sino porque sabía cómo complacer, solía decir lo correcto, vestía como su madre quería, y aprendió a brillar justo lo necesario para no incomodar a nadie.
Y Renata, la más pequeña, era la alegría del hogar, la sonrisa de todos, la que llegaba y cambiaba el ambiente, como si la luz la siguiera a donde fuera, cuando nació, Ainoha tenía doce años.
Y desde entonces, su lugar en la familia cambió.
Pasó de ser la hija mayor a ser la que estorba, la que “ya está grande”, la que “debería entender”.
“Tú ya no necesitas atención”, le decía su madre. “Ayúdame con la bebé.”
Y Ainoha lo hacía, cuidaba, callaba, servía...porque en esa casa, el cariño se medía por lo útil que fueras.
Su padre, un presente ausente, estaba ahí… pero no realmente, llegaba cansado, con el olor a trabajo y perfume ajeno, preguntaba por obligación cómo había ido el día, pero sus ojos estaban siempre en otro lugar, en el teléfono, en la televisión, o en cualquier rincón que no fuera su familia.
Y cuando su madre lo confrontaba —porque siempre lo hacía—, las discusiones comenzaban, palabras rotas, acusaciones, portazos, el amor entre ellos se había convertido en una guerra que todos fingían no ver.
Ainoha solía esconderse en su habitación, tapándose los oídos con la almohada, sabía que al día siguiente, todo volvería a la normalidad, o al menos a esa versión de normalidad que conocía:
su madre con los ojos hinchados, su padre más callado que nunca, y Camila actuando como si nada hubiera pasado.
Pero había algo peor que las peleas: las reconciliaciones.
Su padre compraba regalos, dulces, cosas que no necesitaban, las llevaba a comer, les daba dinero, y decía que era “para compensar”.
Y su madre, con una sonrisa cansada, aceptaba, esa era su forma de amor: sustituir la presencia por cosas, el afecto por billetes.
Ainoha entendió entonces que en su casa el amor se compraba, que el perdón se regalaba cuando había algo que mostrar y creció creyendo que el cariño se merecía, no se daba.
De adulta, aún recuerda cómo su madre se miraba en el espejo, horas enteras, ajustando el cabello, probando ropa, quejándose de su cuerpo y luego mirándola a ella con una mezcla extraña de crítica y envidia.
“A tu edad yo no tenía ese cuerpo,” le decía, “Disfrútalo mientras puedas, porque el tiempo pasa y luego nadie te mira y si te miran será con lastima.”
Esa frase se le clavó en el pecho.
Porque lo que su madre no sabía, o tal vez sí, era que Ainoha nunca había querido ser mirada así, solo quería ser vista, vista de verdad.
Las comparaciones, los desplantes, los silencios y las culpas formaron una herida invisible que con los años se volvió profunda, una herida que sangra cada vez que alguien le promete amor y luego se va.
Por eso, cuando conoció a Daniel, pensó que la vida finalmente le estaba devolviendo algo.
Él era diferente, la escuchaba, la miraba como nadie lo había hecho antes, pero el problema no era Daniel, ni siquiera el amor, el problema era que Ainoha no sabía recibir sin miedo...temía que si alguien la amaba demasiado, también la culparía después, incluso ue si se quedaban, algún día se arrepentirían, como sus padres.
“Cuando era niña,” le dijo una vez a su terapeuta, “aprendí que si me quedaba callada, había paz, pero si hablaba, perdía el cariño, ahora que soy adulta, sigo eligiendo callar porque todavía me da miedo perder a la gente que amo.”
Y así, con el corazón hecho de recuerdos no resueltos, Ainoha aprendió a amar de la única manera que sabía: con entrega y miedo, con ternura y ansiedad, con una esperanza que se negaba a morir.
Porque aunque la infancia la llenó de heridas, aún guardaba un rincón dentro de sí donde soñaba con ser amada sin tener que merecerlo.
Con el tiempo, Ainoha empezó a notar que el arrepentimiento se escondía detrás de cada palabra de su madre.
No era algo que ella dijera con culpa, sino con cansancio.
Un cansancio que se respiraba, que se sentía.
“Yo pude haber hecho tantas cosas si no me hubiera casado tan joven.”
“No cometas el mismo error, Ainoha.”
Lo decía siempre, en la cocina, mientras lavaba los trastes, en el auto, cuando el silencio se hacía incómodo, en cualquier conversación que terminara girando, inevitablemente, hacia la palabra vida.