Amar hasta doler

C3. LO QUE CONOCÍA DEL AMOR

La primera vez que Ainoha creyó estar enamorada, todavía no entendía lo que significaba amar, sabía lo que era necesitar, lo que era aferrarse, lo que era temer la soledad, pero amar… eso era distinto, eso era nuevo.

En la preparatoria, el amor parecía un idioma que todos dominaban menos ella, veía a sus amigas hablar de “su novio” con una emoción que le resultaba ajena, con esa ilusión limpia de quien no ha sido lastimada todavía.
Ainoha las escuchaba, sonreía y fingía entender, pero dentro de ella, el amor siempre había estado ligado al miedo.

Cuando lo conoció, creyó que sería diferente, Julián tenía una forma de mirarla que la desarmaba.
No era el más guapo ni el más amable, pero tenía algo que la hacía sentir visible.
Por primera vez, alguien la miraba sin compararla con nadie o al menos, eso pensó.

Él le hablaba con esa seguridad que da el saberse deseado.
Le decía que era linda, que le gustaba su forma de pensar, que nunca había conocido a alguien tan “diferente”.
Y Ainoha, que llevaba toda la vida sintiéndose invisible, se convenció de que esa atención era amor.

Con el tiempo, descubrió que no lo era, que lo que él buscaba no era compañía, sino admiración y ella, que solo quería ser suficiente para alguien, terminó dándole todo sin pedir nada a cambio.

Al principio, dolía poco, él se alejaba por días, ella se quedaba mirando el celular, esperando un mensaje que no llegaba y cuando volvía, con excusas baratas y promesas vacías, ella lo perdonaba.
No por ingenuidad, sino por miedo, porque en su cabeza, el amor siempre venía acompañado del perdón, así lo había visto toda su vida: su madre perdonando infidelidades, su padre comprando silencios con dinero.

Cuando descubrió que Julián la engañaba, no lloró, no al menos al principio, solo se quedó inmóvil, con esa sensación conocida de ser reemplazable, prescindible, de que alguien más, en algún lugar, era “mejor que ella”.

Y entonces pensó:

“Solo estoy en la preparatoria, no pasa nada, estas cosas pasan.”

Intentó convencer a su corazón de que no dolía tanto, pero dolía y dolía distinto.
Dolía como cuando era niña y escuchaba a su madre decir que se arrepentía de casarse joven, como si el amor fuera siempre una equivocación de la que uno acaba pagando las consecuencias.

Así que hizo lo que había aprendido de su padre: se defendió lastimando, lo engañó también, no por venganza, sino por desesperación, por la necesidad de sentir que podía decidir algo, aunque fuera el fin de lo que tenían.

Por un momento creyó que así se curaría, pero cuando lo vio alejarse definitivamente, entendió que lo amaba.
Lo amaba con esa intensidad torpe de quien ama por primera vez y en ese instante supo que ya no había vuelta atrás.

Porque lo había dado todo y él nunca la había amado a ella, solo la había usado para llenar sus vacíos, como ella intentó llenar los suyos.

Después de eso, Ainoha dejó de mirarse con ternura, dejó de reconocerse en el espejo, cada vez que se veía, encontraba defectos nuevos, razones para no gustarse.

Nunca se sintió bonita en la preparatoria.
Cada vez que empezaba a creérselo, su madre se encargaba de bajarla de esa nube, si se arreglaba un poco, ella la miraba de arriba abajo con un tono entre burla y reproche.

“No te emociones tanto, Ainoha. La belleza no te da nada.”
“Mira cómo estás comiendo últimamente, vas a engordar.”
“A tu edad, yo tenía un cuerpo mucho más bonito, era talla "0", mira tus amigas, son muy delgadas y que bonitas se ven.”

Cada palabra se le quedaba pegada a la piel y con el tiempo, el reflejo del espejo dejó de ser suyo, veía una versión distorsionada de sí misma: demasiado, nunca suficiente, demasiado delgada para unos, demasiado gorda para otros, demasiado intensa, demasiado sensible, demasiado ella.

Fue entonces cuando regresó aquello que creía superado: el control disfrazado de disciplina, a saltarse comidas, esconder la comida, contar calorías sin darse cuenta, decirse que no tenía hambre, cuando en realidad lo que no tenía era amor.

El trastorno de la conducta alimentaria llegó de nuevo sin avisar, sigiloso, como una vieja herida que reconoce el camino, le daba una ilusión de poder, una manera de sostenerse cuando todo lo demás se le escapaba.
Si podía controlar lo que comía, podía controlar lo que sentía, pero no era cierto, la culpa seguía ahí, esperándola cada noche.

Ainoha se odiaba por no poder ser suficiente ni siquiera para sí misma, porque por más que bajara de peso, por más que se esforzara, su madre siempre encontraba algo que criticar y ella, cansada, solo quería que alguien —quien fuera— la mirara sin juicio.
Que la quisiera por lo que era, no por lo que faltaba en ella.

Esa fue la primera vez que entendió que su problema no era el amor, ni Julián, ni su cuerpo.
Era el espejo roto con el que había aprendido a verse desde niña.
Uno hecho de comparaciones, de culpas heredadas, de caricias que nunca llegaron.

Y en el fondo, lo sabía:
ningún amor iba a salvarla mientras siguiera buscándolo en los lugares que la habían lastimado.



#1889 en Otros
#588 en Humor
#5008 en Novela romántica

En el texto hay: romance, rupturas, problemas familia

Editado: 10.11.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.