El sonido del despertador parecía más intenso de lo habitual, pero Renata no dudó en apagarlo sin abrir los ojos. Daniel ya había salido de su habitación hacía unos minutos; su silueta elegante había desaparecido entre la luz gris de la mañana. Él era puntual, constante, predecible. Todo lo que ella necesitaba para no sentirse culpable.
Se levantó, ajustó su vestido negro y se miró al espejo. La mujer que reflejaba no tenía vacíos visibles, no mostraba dudas, no parecía temerosa de la soledad. Todo estaba calculado: cada gesto, cada expresión, cada movimiento. Era la Renata que Daniel conocía. La Renata que debía conocer.
En la cocina, la taza de café estaba lista, humeante, y Daniel la esperaba con su sonrisa tranquila, casi paternal. No dijo nada. No hacía preguntas incómodas. Solo estaba ahí, recordándole con su presencia lo que ella debía: cumplir con su palabra, mantener la apariencia, sostener la rutina.
—Buenos días —dijo Daniel, sin levantar la voz—. Dormiste bien?
Renata asintió y tomó la taza. La bebida era amarga, como la culpa que flotaba entre ellos. Tomó un sorbo, manteniendo la calma que siempre la acompañaba.
Mientras él hablaba de su agenda, de reuniones y proyectos, Renata escuchaba con atención, calculando el momento exacto en que debería reír, asentir, hablar. Cada gesto era medido, cada palabra un acto de supervivencia. No había amor, no había deseo. Solo deber, rutina y la sombra persistente de lo que había sido su vida antes de dividirse para no quedarse sola.
Cuando Daniel se marchó al trabajo, Renata cerró la puerta tras de sí y permitió que un suspiro escapara. La culpa se mezclaba con un alivio silencioso: había cumplido con su deber. Pero la otra mitad de su vida la esperaba, y con Sebastián, la estrategia sería distinta. Aquí, en la soledad de la mañana, ella podía recordar que ninguna de sus elecciones era por amor. Solo por miedo a enfrentarse a sí misma.