Renata cruzó la puerta del elegante restaurante y lo vio antes de que él la saludara: Sebastián. Alto, impecable, con esa seguridad que parecía llenar todo el espacio a su alrededor. No había nada casual en él, nada que no estuviera pensado para impresionar. Y ella, fría y calculadora, lo notó al instante.
No era un encuentro casual. No podía serlo. Sebastián no despertaba culpa ni recuerdos incómodos. Despertaba deseo funcional, ambición y una sensación de poder que Renata sabía cómo usar. Cada gesto de él, cada palabra medida, cada mirada intensa, era una oportunidad para proyectar la mujer que quería que viera.
—Renata —dijo él, con una sonrisa que no revelaba nada, pero que obligaba a mirarlo—. Me alegra verte.
Ella devolvió la sonrisa, perfecta, controlada. Caminó hacia la mesa con pasos calculados, sintiendo cómo el ambiente parecía inclinarse a su alrededor. Con Sebastián no había rutina, no había deuda. Cada palabra, cada movimiento, cada silencio, era parte de un juego que ambos entendían sin necesidad de explicaciones.
—El vino que pediste ya está servido —comentó él, señalando la copa frente a ella.
Renata asintió, inclinándose ligeramente. No había emoción, pero sí intención. Cada gesto estaba pensado para mantener la ilusión de cercanía, mientras ella calculaba el siguiente paso: cómo proyectar su fuerza, cómo mantener su control, cómo demostrar que podía ser indispensable sin perder el norte de su ambición.
En ese momento, comprendió lo diferente que era esto de su mañana con Daniel. Aquí no había culpa, ni obligaciones, ni recuerdos que la lastimaran. Aquí había estrategia, poder y la sensación embriagadora de que podía manipular el mundo a su alrededor… sin perderse del todo.
Cuando terminó la reunión, Sebastián se despidió con esa sonrisa calculada, y Renata supo que él la veía como quería ser vista. Y, por un instante, disfrutó del vacío que llenaba con su ambición, consciente de que esta relación tampoco era amor. Nunca lo sería.