La tarde había caído sobre la mansión Delacroix con esa delicadeza de terciopelo que solo existe en lugares donde la noche es más densa que la propia oscuridad. Camila, después de una jornada larga, decidió que lo mejor para despejar la mente era aprovechar la casa vacía, mientras Mathias dormía su siesta.
El ala sur, con su cocina moderna y ventanales al jardín, le resultaba cada vez más familiar. El aire olía a madera húmeda y a esa mezcla de flores que solo florecen lejos del bullicio de la ciudad. Camila, animada por la sensación de hogar, quiso hornear algo simple. Pan de plátano. Un acto trivial, cotidiano, casi un hechizo doméstico contra la inquietud de la mansión.
No estaba acostumbrada a ese tipo de hornos, ni a la disposición de los muebles, y aún menos al silencio absoluto, los pasos amortiguados por las alfombras, o los relojes que nunca marcaban la hora con un solo sonido. Pero se sentía capaz. Quería hacer algo bueno, algo vivo, para ese niño callado y tranquilo, pero también para ese hombre demasiado distante y triste.
El accidente sucedió rápido, casi con la violencia de un sueño. Al intentar alcanzar una fuente de cerámica en lo alto del estante, la pequeña escalera sobre la que se había subido cedió de pronto. Sintió el vértigo, la sensación de caída inevitable, la cerámica se le resbaló de las manos y un grito se le ahogó en la garganta y nunca terminó de salir.
Y entonces, el tiempo se detuvo.
Lucien apareció de la nada, surgido del aire como un reflejo imposible. En un instante estaba bajo ella, con los brazos extendidos, y la mirada fija y urgente. La atrapó antes de que tocara el suelo, con una precisión que a Camila se le antojó imposible para un hombre normal. La cerámica se hizo añicos junto a ellos, pero no los tocó. Desde esa posición tan cercana le llegó el perfume de Lucien, oscuro y frío, como una noche después de la lluvia.
Por un momento, Camila no supo dónde estaba. Se encontró en sus brazos, el pecho de él firme contra el suyo, sus brazos sujetando firmemente su cintura, y el rostro de Lucien a apenas unos centímetros. Los ojos de él, azules, inabarcables, la examinaron con una intensidad que le quitó el aire.
—¿Está bien? —preguntó, en voz baja, casi con un susurro.
Camila asintió, sin poder moverse. El calor de su cuerpo chocaba con la frialdad exquisita de él. Era un contraste brutal, como tocar mármol bajo el sol, y no lo entendía, pero tampoco se le ocurrió preguntar.
—Sí, gracias. No sé qué ha pasado, no pensaba que pesara tanto —intentó bromear.
No podía apartar la mirada de su boca, de la línea de su mandíbula, de ese brillo melancólico que nunca lo abandonaba.
—Debe tener más cuidado —murmuró Lucien, dejándola en el suelo pero sin soltarla del todo—. Su salud es más importante que cualquier tarea que crea que debe hacer.
Su voz no era dura, pero tampoco blanda. Como si estuviera muy poco acostumbrado a tener que preocuparse por algo que no fuera él mismo o Mathias.
La soltó, finalmente, con delicadeza. Camila sintió que sus piernas temblaban. Se apoyó en la mesa, riendo nerviosa.
—No sabía que tenía reflejos de superhéroe, señor Delacroix.
Lucien la observó en silencio, con una sonrisa apenas visible que fue un relámpago fugaz en su expresión severa.
—Ah, pero debe guardarme el secreto —respondió, casi como una broma, pero sin que ella pudiera leer del todo si el comentario le había hecho gracia o no.
El instante se estiró. El aire vibraba entre ellos, denso y eléctrico, como si compartieran algo invisible pero indestructible.
Y entonces, el timbre antiguo de la puerta sonó desde el vestíbulo. Un sonido que no pertenecía a la rutina.
Lucien no se despidió. Se giró con fluidez y desapareció por el corredor, dejando tras de sí un aroma de misterio y una inquietud en el pecho de Camila que tardaría mucho en disiparse.
Mientras recogía los restos de la fuente rota con prisa, antes de que Mathias se despertara, Lucien caminó hacia el vestíbulo. La mansión, como un organismo sensible, pareció tensar sus muros ante la presencia del visitante.
Esperaba a Iván Dubois, aunque no lo había anunciado. Iván no necesitaba invitaciones; su presencia era como una corriente fría que encontraba cualquier resquicio.
La puerta se abrió con un solo movimiento. Del otro lado, Iván no dudó en entrar como si la mansión le perteneciera también.
Iván era alto, de cabellos rubios cortos y una elegancia despreocupada, iba vestido con un abrigo gris largo y una bufanda que no necesitaba. Su sonrisa era de quien sabe demasiado y lo disfruta.
—Lucien, mon vieux, siempre tan puntual —dijo, sacudiendo la nieve invisible de los hombros—. ¿No vas a ofrecerme algo para beber, o te da miedo asustar a tu niñera?
—Basta, Iván —cortó Lucien, pero sin enfado—. No estoy de humor para tus juegos esta noche.
Iván se encogió de hombros, paseando la mirada por los vitrales del vestíbulo.
—Tan sensible, como siempre. He venido porque el Consejo pregunta por ti. Y por el niño.
Lucien se tensó. El nombre de Mathias era, para él, una herida abierta.
—No es asunto del Consejo.
—Todo es asunto del Consejo —dijo Iván, acercándose con ese andar felino—. Especialmente ahora, con tantos ojos vigilando. Y con una humana en casa de nuevo.
La frase quedó suspendida en el aire. Lucien bajó la voz, afilada como una daga.
—Camila no sabe nada. Y no va a saberlo.
—Eso esperamos todos. Pero el Consejo no tolera riesgos. Ya deberías saberlo mejor que nadie, Lucien. Sigrid está… impaciente.
Lucien apartó la mirada, caminó hacia la biblioteca adyacente. Iván lo siguió, dejando que la conversación tomara un tono más íntimo, lejos de cualquier oído humano.
La biblioteca estaba sumida en una penumbra suave, olía a cuero viejo y a polvo. Lucien, de pie ante la chimenea apagada, parecía una estatua tallada en bronce.