Amarás la noche

Capítulo 6: Fuego bajo la piel.

La noche parecía más densa que nunca, enroscada sobre la mansión como una bestia antigua que vigila y espera. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales con furia irregular, mientras los árboles se mecían y susurraban sus penas. En el interior, el silencio era tan profundo que incluso los relojes parecían contener la respiración. Hasta que, de pronto, el grito de un niño desgarró la calma.

Camila se incorporó de un salto en la cama, con la piel erizada y el corazón palpitando a golpes. No era un llanto común. Era un alarido ronco, urgente, teñido de dolor verdadero. Ya no era el gemido ocasional de un niño inquieto, sino la súplica salvaje de un cuerpo enfermo.

No necesitó pensar. Salió corriendo descalza, cruzando el pasillo aún en penumbra, con el camisón pegado a la piel por el sudor frío del miedo. El grito volvió a oírse, ahora más débil, más ahogado. Mathias.

No fue la primera en llegar.

Al girar la puerta entreabierta de la habitación del niño, vio a Lucien ya arrodillado junto a la cama de su hijo, rodeando con los brazos ese cuerpo pequeño y tembloroso. Su rostro, habitualmente tan sereno y tan distante, estaba ahora marcado por un miedo y una impotencia profundos. Sujetaba a Mathias con una ternura desesperada, murmurándole palabras en un idioma que Camila no entendió, pero que supuso eran francés, con un acento muy local.

El cuarto olía a vómito. Mathias estaba ardiendo, tenía el cabello pegado a la frente, los labios secos, los ojos desorbitados y brillantes de fiebre. El pijama estaba empapado y las sábanas estaban manchadas.

—¿Desde cuándo está así? —preguntó Camila, arrodillándose al otro lado de la cama, su mano buscando la frente del niño.

—Cuando lo acosté estaba febril. Le di un antipirético y una ducha templada y pareció mejorar, por eso salí del cuarto—respondió Lucien, con la voz quebrada, sin rastro de su control habitual—. Dios mío, fue hace menos de una hora y acabo de oír su alarido.

Mathias lloraba, perdido en un delirio de fiebre, llamando a su madre en un idioma roto, balbuceando palabras que ni Camila ni Lucien pudieron entender.

—Esto es mucho más que una fiebre —dijo Lucien, con desesperación—. No sé qué hacer. No sé qué hacer…

La confesión fue como un golpe. Ver a Lucien, aquel hombre estoico hecho de piedra, rendido ante la fragilidad de su hijo, desarmado, expuesto, fue un quiebre imposible de ignorar.

Camila se obligó a pensar con claridad.

—¿Ha estado enfermo antes?

—No así. Solo resfriados leves. Nunca esto. Nunca tan rápido —respondió él, pasándose la mano por el cabello con gesto crispado—. No debió pasar. No debía…

La furia era contra sí mismo, contra el mundo, contra la imposibilidad de proteger a su hijo de algo tan simple y humano como una fiebre. Mathias, mientras tanto, se retorcía, arqueaba el cuerpo en espasmos suaves, con la respiración entrecortada.

Camila se incorporó y corrió al baño, empapó una toalla en agua fría y la colocó sobre la frente del niño.

—Tenemos que llevarlo al hospital —dijo, sin vacilar.

Lucien la miró, y por primera vez en mucho tiempo, sus ojos eran los de un hombre al borde del abismo.

—No… —musitó—. No puedo. No debe…

—¡No hay opción! —insistió ella, alzando la voz, sin importarle la autoridad de Lucien ni el temor a cruzar sus límites—. No se trata de usted, ni de mí, ni de nada ¡Es su hijo! Si no lo atendemos ahora, podría…

No terminó la frase. No podía. El miedo era un nudo en su garganta.

Lucien vaciló, con la furia y el dolor convertidos en indecisión.

—No es seguro para él. Para nosotros… —Su voz era un lamento—. No entiende lo vulnerable que es… lo que le harían si supieran…

Camila lo miró de frente, e interpretó la situación como el delirio de un padre que se encontraba solo cuidando a un bebé, que no estaba acostumbrado a este tipo de situaciones y que, por tanto, el pensamiento racional ahora mismo no estaba ni se le esperaba. No estaba del todo equivocada, aunque tampoco sabía toda la verdad.

—No soy tonta, Lucien. Sé que hay cosas que no me dice. No me importa. Pero si algo le pasa a Mathias y no lo llevamos ahora… nunca se lo va a perdonar. Y yo tampoco.

—Pero... pero... —balbuceó Lucien.

—Si no lo llevamos ahora mismo al hospital llamaré a la policía —lo cortó ella con rotundidad, sin importarle su puesto de trabajo—. Así de simple.

El silencio entre ellos era una cuerda tirante, lista para romperse. Lucien la sostuvo en la mirada, como si midiera el peso de su desafío. En ese instante, más allá del dolor y el miedo, algo en la expresión del hombre se suavizó. Bajó la vista avergonzado.

—Está bien, tiene razón —susurró él, con la voz rota—. Vamos.

La casa pareció despertar en un sobresalto, como si las paredes mismas supieran que algo insólito ocurría. Lucien envolvió a Mathias en una manta, lo alzó en brazos con la facilidad de un padre que conoce el peso exacto de su amor y de su miedo. Camila tomó su bolso y corrió tras él, sin mirar atrás. Solo se había puesto los zapatos y una gabardina sobre el camisón. No estaba para que le importara que juzgaran su outfit.

El trayecto por el corredor fue una carrera silenciosa, solo interrumpida por los sollozos de Mathias, ahora cada vez más débiles, y el estrépito de la lluvia contra los cristales.

Bajaron la escalera principal. Lucien no pidió ayuda a nadie. Solo existía el niño en sus brazos, el calor febril que lo devoraba.

La tormenta los recibió como una maldición. Camila subió al asiento trasero del coche, sujetando la cabeza de Mathias en su regazo, mientras Lucien conducía con una rabia controlada y los nudillos blancos sobre el volante. El camino hacia el hospital era un túnel de oscuridad y luces rojas, los limpiaparabrisas parecía pelear contra la lluvia.

Camila le hablaba a Mathias en voz baja, contándole historias de bosques y héroes, acariciándole el cabello húmedo, besando una de sus pequeñas manos con ternura, luchando contra la impotencia. Lucien miraba al niño a través del espejo retrovisor cada minuto. Tenía el rostro más humano que nunca, desbordado de miedo.




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