La tormenta se desató sobre la mansión Delacroix con la furia de un dios antiguo, retorciendo los árboles y haciendo vibrar los cristales de las ventanas. La lluvia golpeaba el tejado y se filtraba por los canalones, arrastrando hojas, tierra y las voces de los que ya no estaban. El trueno hizo temblar los muros y, en el interior, la electricidad de la noche se mezcló con otra, más íntima y peligrosa. La que une a los vivos con sus fantasmas.
Camila no podía dormir. El olor a ozono y madera mojada, el rugido del viento, y el recuerdo de la fiebre de Mathias la mantenían en vela. Caminó por los pasillos oscuros, descalza, guiada solo por la luz intermitente de los relámpagos. El eco de sus pasos parecía resonar con el latido del corazón de la casa, un corazón viejo y terco, que aún no quería morir. Comprobaba cada poco la habitación del pequeño, como si temiera que la fiebre volviera solo porque el tiempo era inclemente, luego seguía paseando por los pasillos.
Así, vagando entre la cocina y el corredor del ala sur, terminó abriendo una puerta que daba a una salita discreta, casi siempre cerrada, contigua a la biblioteca, y a la que Lucien jamás le había prohibido la entrada. Era un cuarto pequeño, lleno de papeles antiguos y libros apilados, con un escritorio de nogal atestado de sobres, plumas y cuadernos encuadernados en cuero.
No buscaba nada en particular. Pero hojeando entre los papeles, bajo una pila de documentos, halló un sobre color marfil, cerrado aún, con el nombre de Lucien escrito en una caligrafía elegante.
Lucien.
Sintió un vuelco. El sobre no estaba abierto. No era reciente; el papel olía a tiempo y a perfume apenas perceptible. Supo, antes de leer nada, que aquello era de la esposa de Lucien. No necesitaba mirar el remitente. Reconoció la letra de pequeños apuntes y dibujitos que había en los márgenes de algunos de los libros de cuentos de Mathias.
Durante unos segundos, Camila dudó. El respeto pudo más que la curiosidad. Eso no era para ella. No rompió el sello, no intentó descifrar las palabras ocultas. Pero sintió, como una urgencia física, que debía entregar aquella carta. No era un secreto para que ella descubriera, era algo exclusivamente para Lucien.
Salió de la salita, cruzó la biblioteca en penumbra, y buscó a Lucien. Lo encontró donde muchas otras veces. De pie junto al ventanal del salón principal, la tormenta se reflejaba en sus ojos. Tenía los brazos cruzados y el cuerpo inmóvil como una estatua condenada a esperar el fin del mundo.
—Señor Delacroix, —dijo en voz baja, usando su apellido solo para marcar el límite de respeto—. ¿Puede venir un momento?
Lucien se volvió, con la mirada cansada y opaca, como si la tormenta fuera un eco de su ánimo. La siguió en silencio hasta la pequeña sala, donde Camila le entregó el sobre con delicadeza, sin atreverse a sostenerle la mirada.
—No lo he leído. No sé si debería dárselo si quiera, pero… creo que le pertenece. Lo he encontrado de casualidad.
Lucien tomó la carta, con el gesto casi reverente. Sus dedos temblaron apenas al rozar el papel. Tardó un largo minuto en hablar.
—Es la letra de Elaine.
Lo dijo como quien pronuncia el nombre de un fantasma, una palabra que aún duele. Sostuvo el sobre contra el pecho y cerró los ojos, como si la mera presencia de esas palabras selladas lo fuera a partir en dos.
Camila dio un paso atrás, dándole espacio para que la leyera o hiciera lo que debiera, pero Lucien la detuvo con un movimiento suave.
—Quédese.
La tormenta siguió rugiendo fuera. Él rompió el sello, sacó la carta y desplegó el papel con manos cuidadosas. Durante un momento, la sala solo fue el rumor de la lluvia y el crujido de las palabras antiguas. Lucien leyó en silencio, moviendo los labios apenas, con el rostro transformándose a cada línea. Había tristeza, pero también ternura. Había, sobre todo, una soledad antigua, resignada.
Al terminar, no habló de inmediato. Doblando el papel, lo guardó de nuevo en el sobre. Cuando por fin levantó la mirada, sus ojos estaban húmedos pero firmes.
—Nunca la vi escribir esto —susurró—. Lo debió dejar aquí antes de… irse.
Camila no preguntó nada más. Se sentó frente a él, en una silla baja. Lucien parecía un hombre sin edad, con las manos grandes apoyadas sobre el escritorio y los hombros encorvados bajo el peso de mil noches.
—¿Le puedo preguntar…? —empezó ella, con una timidez nueva en su voz, pero luego negó con la cabeza—. Es un dolor fresco todavía, ¿verdad?
Él asintió, apenas.
—El dolor no se va. Solo cambia de sitio. Me visita cuando la casa está más callada y cuando Mathias duerme. Siempre vuelve. Es… mi condena y mi consuelo.
Se hizo un silencio lleno de significado. Camila lo rompió con cuidado, eligiendo las palabras.
—Ayer, en el hospital… me sorprendió verme a mí misma tomando el control. Gritándole. No suelo hacerlo, pero… estaba tan desesperada. Y usted… usted no parecía usted.
Lucien sonrió, cansado, con un destello de autodesprecio.
—No lo era. No soy nada cuando Mathias está en peligro. Siempre creí que podría protegerlo de todo… y me engañaba. No sé ser fuerte cuando lo que me amenaza no es la noche ni las reglas de los míos, sino algo tan simple y humano como una fiebre.
Camila no entendió del todo a qué se refería, pero no le parecía que fuera el momento de indagar sobre ello.
—Pero lo ama. Eso es lo más importante. No sería buen padre si no lo amara tanto como para perder la compostura por el miedo a veces.
Él la miró, con ojos vulnerables, casi rotos.
—A veces temo que el amor sea solo una forma distinta de la soledad. Uno ama, y en el fondo, lo hace para no hundirse solo en la oscuridad. Yo… he sido arrogante, dominante, hasta cruel en mi afán de proteger. Es lo único que sé hacer. Dominar el mundo para que nada me lo arrebate. Pero cuando la vida me pone en un sitio donde no tengo control… me vuelvo un niño perdido.