Amarás la noche

Capítulo 8: Música para los que no duermen.

La madrugada era un tapiz de sombras azules y susurros apagados. La mansión, bañada por la última claridad lunar y el vaivén de la brisa. Hacía días que Mathias volvía a encontrarse bien. Lucien parecía más tranquilo, especialmente cuando lo veía al atardecer y el pequeño corría a sus brazos como siempre había hecho.

Camila no lograba dormir una vez más. Bajó las escaleras descalza, envuelta en un suéter grueso que le tapaba hasta los muslos. Llevaba el cabello suelto y húmedo tras una ducha que no había conseguido adormecerla. Después de todo el día lloviendo, había escampado, pero la humedad parecía persistir entre los muros. Bajó a la cocina y se sirvió un vaso de agua.

Fue entonces cuando lo escuchó.

Un sonido flotaba por el aire, sutil y trémulo como una hebra de humo. Era una melodía, antigua, solemne y de una belleza dolorosa, que iba creciendo, nota a nota, a medida que se acercaba al salón principal. El piano. No recordaba haberlo oído nunca antes. Normalmente Lucien era silencioso, tanto en el día como en la noche, y ella y Mathias no sabían tocar ningún instrumento.

Camila se asomó, oculta detrás del marco de la puerta. El salón era una caverna de luz tenue y reflejos dorados. Lucien, de espaldas, estaba sentado al piano de cola negro, iluminado apenas por la lámpara de pie. Sus dedos, largos y elegantes, se deslizaban sobre las teclas con una delicadeza feroz, arrancando melodías de otra época, trozos dispersos de Chopin y Schubert, entreverados con pasajes que no pertenecían a ningún compositor que ella conociera, quizá piezas propias y fragmentos inacabados.

La música era un lamento, una súplica. En cada acorde, Camila sintió la soledad de Lucien, la vastedad de su dolor y la ternura imposible de sus manos. No era solo belleza; era la confesión muda de alguien que amaba con la misma intensidad con la que perdía.

Él no advirtió su presencia hasta que la melodía decayó en un silencio cargado de ecos. Fue entonces cuando levantó la cabeza, como quien despierta de un sueño. No se sorprendió al verla. De algún modo, Lucien siempre parecía saber quién lo observaba, aun de espaldas.

—No podía dormir —dijo Camila, la voz apenas un soplo—. No quería interrumpir.

Lucien esbozó una sonrisa triste, y sus ojos azules parecieron más oscuros bajo la luz débil.

—No me he sentido interrumpido, pero hubiera sido descortés fingir que no noté su presencia. —Respondió, y dejó caer las manos sobre las teclas, en un gesto de rendición—. ¿Le gusta?

—Es… precioso —susurró Camila, cruzando el umbral—. Pero es como si cada nota doliera un poco.

Él asintió, aceptando sin palabras la verdad de su comentario.

—Solo sé tocar cuando me duele. Lo demás… no tiene sentido para mí.

Ella se acercó, sentándose a su lado en el banco, con prudencia y admiración. Los hombros de Lucien estaban caídos, tenía la espalda rígida, y la expresión concentrada de quien se obliga a no sentir más de lo necesario.

Durante un momento, compartieron el silencio. La distancia entre ambos era apenas un respiro. Camila sentía el frío que siempre rodeaba a Lucien, esa barrera invisible entre él y el mundo. Pero esta vez, la música la había atravesado. Sabía que, si no rompía ese hechizo, no habría segunda oportunidad.

—¿Por qué nunca lo había escuchado tocar? —preguntó, sin apartar la vista del teclado.

Lucien vaciló.

—La música… era algo que compartía solo con Elaine. Después de su muerte, el piano guardó luto. Hoy, no sé por qué, sentí que podía volver a intentarlo. —Suspiró—. Ni siquiera me sale tocar para Mathias.

La sinceridad, el tono sin defensas, la acercó más. Camila alzó la mano, con indecisión, y rozó la de Lucien, fría como la piedra. La conexión fue eléctrica y dolorosa, pero ninguno se apartó. El tiempo se detuvo.

—No tiene que seguir solo —dijo ella, y en la frase había un temblor, un miedo y una promesa—. Ni siquiera cuando cree que está condenado a eso.

Lucien buscó sus ojos. El deseo y la culpa se batían en sus facciones. Por un segundo, el mundo se redujo a la respiración compartida, al roce de dos pieles que no debían encontrarse.

Camila inclinó la cabeza. Fue un gesto instintivo, imposible de controlar. Sus labios buscaron los de Lucien, temblorosos, entreabiertos, con esa ansia de quien se atreve a cruzar la última frontera. Lucien no retrocedió, pero tampoco se entregó. Su mano, fría y firme, sostuvo el rostro de Camila apenas un instante.

Y entonces, cuando los labios estuvieron a un suspiro de tocarse, Lucien apartó la cara con brusquedad. Se puso de pie de un salto, el banco rechinó bajo el peso de su movimiento. El hechizo se rompió con violencia.

—No —murmuró, la voz ronca, los ojos nublados de angustia—. No puedo, Camila. Lo siento.

Ella, herida en el orgullo y en el corazón, lo observó desde el banco, incapaz de moverse. Lucien temblaba, con los puños apretados a los costados y la mandíbula tensa. Todo el deseo reprimido de la noche, de los días y los años, rugía en el silencio entre ambos.

—¿Por qué no? —preguntó Camila, con la dignidad quebrada.

Lucien negó con la cabeza. No se atrevió a mirarla.

—Porque no sé cómo no condenarla. Porque lo que soy… —Cerró los ojos, buscando una excusa que no podía decir en voz alta—. Porque la herida que llevo nunca cierra. No puedo. Por usted. Por Mathias. Por todos nosotros.

El dolor era palpable. Camila, luchando contra las lágrimas, no insistió. Se levantó con lentitud, recogió su dignidad del suelo y avanzó hacia la puerta.

—La soledad es una cárcel, Lucien. Pero también una elección —dijo antes de salir—. Usted decide cuánto tiempo quiere seguir en ella.

Y salió del salón, dejando atrás la música, el piano, la tristeza y el deseo sin consumar.

Lucien permaneció solo, bajo la lámpara temblorosa, con los dedos crispados en el borde del piano. Tocó una última nota, un la menor sostenido, y el sonido se apagó como un suspiro perdido. No tocó nada más en toda la noche.




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