El amanecer fue gris y húmedo, y la mansión Delacroix despertó envuelta en esa niebla densa que parece borrar los contornos del mundo. Camila lo sintió apenas abrió los ojos. Un peso, una vergüenza sorda y persistente, como una piedra atada al pecho. Recordó la noche, la música, el deseo, y el rechazo brutal. Recordó la manera en que sus labios y los de Lucien apenas llegaron a rozarse, y la urgencia con la que él se apartó. La vergüenza la devoró. No podía perdonarse la debilidad, ni el impulso. No podía dejar de preguntarse en qué momento había confundido compasión con amor, y la necesidad con deseo.
La mañana se deslizó en una rutina asfixiante. Camila se encerró en las labores más insignificantes, limpiando las ya limpias superficies, ordenando juguetes en la habitación de Mathias, preparando un desayuno que apenas tocó, pero que Mathias disfrutó con una sonrisa. Habló lo justo, y cuando Mathias la miraba con esos ojos graves y atentos, forzaba una sonrisa que no le llegaba al alma. Se volvió invisible a sí misma. Ni rastro de la mujer segura que había sido en el hospital o en la biblioteca. Solo una sombra ocupada en fingir que no sentía, que no dolía. La tarde no fue distinta. Y el anochecer, sin la tarea de cuidar a Mathias para entretener la mente, fue peor.
Lucien evitaba los espacios donde ella estuviera. Se movía con una discreción casi fantasmal, pasando largas horas en el estudio o en el jardín con Mathias, caminando entre las estatuas con el niño en brazos o leyéndole en la biblioteca, como si buscara enterrar el deseo de la misma forma que ella. La noche anterior lo había dejado marcado. La música ya no resonaba en el salón, el piano permanecía cerrado, hasta las ventanas estaban cerradas al aire de primavera. Pero lo que más dolía a Lucien era la nueva ausencia de Camila, ese muro sutil e invisible, que ahora los separaba.
Intentó buscarla una vez, cuando Mathias jugaba en el salón. Encontró a Camila sentada en el porche, con un libro abierto en las rodillas y la mirada fija en ninguna parte. Ella lo sintió acercarse y, sin levantar la vista, murmuró una excusa.
—Me he dejado el móvil en mi habitación. Ya vuelvo.
No le dio tiempo a responder. Se levantó y desapareció por el corredor, como si él fuera el peligro del que debía resguardarse. Lucien la observó alejarse y sintió el mundo encogerse un poco más.
Mathias percibió el cambio. El niño, más callado que de costumbre, se aferraba a Camila como si temiera que también ella fuera a desvanecerse. Hasta cuando estaba su padre con su padre, que normalmente el niño adoraba, buscaba a Camila y le daba un juguete o le enseñaba su libro de dibujos. Ella le acariciaba el cabello y le contestaba con una sonrisa, aunque no fuera su hora de trabajo y aunque le doliera sonreír.
Pero nada era como antes. Ni para Mathias, ni para Camila, ni para Lucien.
El tercer día de esa rutina asfixiante, Iván Dubois llegó sin anunciarse. Como siempre. Vestía un abrigo de lino azul marino, gafas de sol a pesar de ser de noche, y un aire de ironía perpetua. Se instaló en la biblioteca, con una copa de brandy, que no bebió, y una expresión divertida. Esperó a que Camila pasara a dejar unos libros en su lugar, y la abordó con su típica familiaridad insolente.
—Mademoiselle Ortega —dijo, arrastrando el apellido como un pequeño ritual—. ¿Así que usted también sucumbió al poder hipnótico de la literatura polvorienta?
Camila fingió sonreír, incómoda.
—Hay peores adicciones, supongo.
Iván se inclinó hacia ella, bajando la voz a un susurro conspirativo.
—Dicen que esta casa está llena de secretos. De pasados que nunca terminan de morir. ¿No le da curiosidad saber por qué todo el mundo aquí parece vivir solo de noche?
Ella no se detuvo a pensar.
—No. Los secretos son de quien los carga. Mientras no me pongan en peligro a mí ni a Mathias, no es asunto mío.
Iván soltó una carcajada baja, divertida y perversa.
—Una respuesta digna de una reina. Pero déjeme decirle algo, solo por entretenernos… —Su tono se volvió más suave, casi melancólico—. Lucien… es muchas cosas. Demasiadas, tal vez. Usted debería preguntarse qué haría si supiera quién es realmente. Si supiera lo que puede y no puede ofrecer.
Camila lo miró como si le hubiera dicho que el cielo es verde, estaba irritada de que intentara buscar una reacción en ella.
—No vine aquí para descubrir misterios. Vine a cuidar de un niño, y mientras Lucien siga siendo un buen padre, no me interesa el resto. —Lo miró a los ojos, firme—. No necesito cuentos para dormir.
Iván sonrió, esta vez con un deje de curiosidad real.
—Tal vez no, mademoiselle. Pero no todos los cuentos son para dormir.
Ella se marchó sin responder, dejando a Iván solo con su brandy y sus medias verdades. Él la observó salir, y la sonrisa se le desvaneció poco a poco. Por primera vez, pareció sinceramente apenado.
—Ay, Lucien, ¿qué narices has hecho? —preguntó para sí mismo.
La noche transcurrió entre silencios y miradas esquivas. Lucien la observaba desde lejos, esperando cada vez que Camila pasaba cerca, deseando una palabra, una sonrisa, un puente. Pero ella solo lo miraba con una cortesía distante, igual que al principio de todo. Y sin embargo, esa indiferencia nueva dolía más que cualquier reproche.
Esa noche, Lucien subió al torreón de la mansión, un refugio privado lleno de papeles, recuerdos y polvo. Apoyó las manos sobre el alféizar de piedra y contempló el bosque mojado, la luz lechosa de la luna se filtraba entre los árboles. No recordaba haber estado tan solo en mucho tiempo. No desde Elaine. No desde la muerte.
No era la soledad física la que lo devastaba, sino la imposibilidad de reparar el daño. Había aprendido a cargar con el dolor, pero no con el silencio; había aceptado la condena de la eternidad, pero no la de ser invisible para quien le había devuelto la esperanza.
Pensó en Camila. En su olor a jazmín y a ropa limpia, en la calidez de sus manos, en la forma en que hablaba a Mathias, en la voluntad feroz con la que lo había enfrentado en el hospital, en la dulzura de sus sonrisas antes de la distancia.