Amarás la noche

Capítulo 10: Danzando con fantasmas.

Las noches parecían eternas en la mansión Delacroix. Los pasillos estaban envueltos en ese aire pesado que anuncia tormenta aunque el cielo estuviera en calma, como si la casa supiera que algo está a punto de romperse y aguardara con el aliento contenido. Lucien sentía la presión de los días sobre los hombros, una opresión que no lograba disipar ni con el consuelo de la rutina ni con el refugio de los libros. Desde la noche del piano, desde la fractura silenciosa que se había abierto entre él y Camila, el tiempo transcurría en una especie de suspensión dolorosa, hecha de miradas esquivas y palabras que nunca llegaban a decirse.

Nada era suficiente. Mathias, con su intuición de niño triste, parecía haber entendido el nuevo mapa de ausencias. Los juegos eran más cortos, las risas menos frecuentes. Camila se movía con una precisión casi clínica. Hacía su trabajo, cuidaba al niño, evitaba a Lucien con una cortesía helada que dolía más que cualquier grito.

Lucien, por su parte, era la imagen del remordimiento. Lo perseguía el eco de sus propios gestos. La música que se apagó en sus manos, el rechazo tembloroso de aquella noche, la certeza de haber lastimado a quien solo quería estar cerca. En los días que siguieron, su silencio se volvió más profundo, casi tangible. Las palabras que había guardado durante siglos ahora lo asfixiaban.

Una noche, incapaz de seguir soportando la distancia, Lucien decidió hacer algo, sabiendo que Camila no entraría si él estaba dentro. Preparó el salón principal con un esmero que rozaba la obsesión. Abrió los ventanales para dejar entrar el aire perfumado del jardín, encendió las lámparas más cálidas, colocó flores frescas en los jarrones y ordenó meticulosamente la estancia.

En el centro de la sala, Lucien colocó su viejo gramófono y eligió un disco de vinilo, uno de esos tangos lentos y melancólicos que habían hecho llorar a Elaine y, a veces, a él mismo. Quería ofrecerle a Camila un respiro, una tregua. Quería, sobre todo, pedir perdón sin palabras.

Leyó un cuento a Mathias, hasta que se durmió, y se encaminó a la habitación de Camila, donde no llamó, sino que deslizó una nota, breve y de caligrafía pulcra, por debajo de la puerta.

“Esta noche, me gustaría bailar. No le pido que me perdone, solo que me conceda una canción.

Suyo,

Lucien.”

Camila dudó largo rato antes de decidirse. Se miró al espejo, sin maquillarse, con el cabello recogido en un moño desordenado y un vestido vichy que tenía bastantes usos y le llegaba por las rodillas, pero que era cómodo para sacar a pasear a Mathias. No quería impresionar a nadie. No creía que la invitación fuera a acabar bien.

El salón la recibió envuelto en una penumbra suave. Lucien la esperaba junto al gramófono, vestido de negro, sin la coraza habitual, con los ojos marcados por la vergüenza y la culpa.

—Gracias por venir —dijo en voz baja, como si temiera espantarla.

Camila asintió, con los brazos cruzados sobre el pecho.

—¿Por qué esto, Lucien? ¿Qué es lo que quiere?

Él no respondió enseguida. Levantó la aguja, dejó que el disco girara, y la música llenó la sala. Sonaron un bandoneón ronco, un violín que lloraba y una voz apagada por la nostalgia.

—Porque no puedo seguir así. Porque necesito recordar que la vida puede ser algo más que espera y dolor. Porque me equivoqué —confesó, con la voz algo temblorosa—. Y porque solo puedo pedirle perdón si la miro a los ojos.

Tendió la mano, sin atreverse a acercarse más. Camila vaciló, pero, tras un latido eterno, se dejó conducir hasta el centro del salón. La mano de Lucien era fría, como siempre, pero no distante. No hubo palabras, solo el lento balanceo de los cuerpos, el roce de las palmas y la cercanía imposible de evitar.

Durante unos minutos bailaron, torpes al principio, después entregados al ritmo de una música que era más antigua que el dolor mismo.

El aire entre ellos vibraba, lleno de frases sin pronunciar. Camila apoyó la cabeza en el hombro de Lucien, notando la tensión de su cuerpo, la respiración contenida, la forma en que él parecía luchar contra cada impulso. La danza era un diálogo, una súplica, una batalla entre el deseo y el miedo.

La canción terminó, pero Lucien no soltó la mano de Camila. Buscó su rostro con una ternura desesperada, rozó la mejilla de ella con los nudillos.

Por un instante, el mundo se detuvo. Los ojos de ambos se encontraron, abiertos de par en par, vulnerables.

—No quiero que me odie —susurró Lucien—. No quiero perder lo único bueno que he tenido en demasiado tiempo.

El dolor en sus palabras era tan real, tan desnudo, que a Camila se le quebró algo por dentro. Pero no cedió.

Esta vez fue ella quien se apartó, quien levantó el muro, aunque le doliera en cada fibra.

—No puedo, Lucien. No después de cómo me hizo sentir. No después de todo ese silencio. No soy alguien que pueda abrirse una y otra vez para ser rechazada —dijo, con un tono suave pero firme, ocultando el temblor en su voz—. Usted se esconde incluso cuando está cerca. No me deja entrar. Y yo… yo no me merezco tener que mendigar afecto de nadie.

La distancia entre ellos se volvió un abismo. Lucien retrocedió, con los hombros hundidos y la mirada perdida.

—Solo quería que supiera que lo siento. Que haría cualquier cosa por volver a empezar si me deja.

—No siempre se puede volver a empezar —respondió Camila, y el temblor en su voz era una promesa de lágrimas que se negaba a derramar—. A veces solo queda avanzar. Las cosas no siempre salen como uno quiere.

La música siguió girando, ajena al drama de los mortales y los inmortales, llevando consigo las últimas notas de una esperanza frágil.

Camila salió del salón sin mirar atrás. Lucien se quedó solo bajo la luz de los candelabros, con los ojos húmedos, la piel helada, y la certeza de haber perdido más de lo que podía nombrar.




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