Amarás la noche

Capítulo 11: Bajo la rueda de la fortuna.

Las mañanas en la mansión Delacroix solían empezar en un silencio pulcro, domesticado por la costumbre y la memoria. Pero al caer la tarde, la calma se rompió con la fuerza brutal del llanto de Mathias. No fue llanto contenido, ni el gimoteo tímido de un niño educado en la ausencia. Fue un berrinche auténtico. Gritos, pataleos, lágrimas que caían a borbotones mientras el pequeño, en pijama y con el cabello revuelto, se negaba a cenar.

Camila fue corriendo, aunque estuviera Lucien con él,y lo encontró hecho un ovillo en el suelo, apretando su muñeco de trapo hasta casi descoserlo. Intentó calmarlo con palabras suaves, con brazos, con promesas de juegos, pero Mathias no cedía. Solo repetía, entre sollozos.

—¡No quiero! ¡No quiero! ¡No quiero más silencio! ¡Quiero jugar con los dos!

El reproche era directo, dolía más por la inocencia con que lo pronunciaba. En su mundo pequeño, la distancia entre Lucien y Camila era una herida abierta, un frío imposible de entender ni de soportar. El niño no sabía de rencores de adultos, ni de corazones rotos; solo percibía la ruptura en la casa, como si de repente faltara una puerta o una ventana.

Lucien, avergonzado, observó a su hijo con el corazón apretado. En otra época, hubiera preferido esperar a que el berrinche pasara solo. Pero ahora, bajo la mirada de Camila, supo que ese era un lujo que no podía permitirse.

Se arrodilló junto a Mathias, tratando de recogerlo entre sus brazos.

—Hijo, ¿qué sucede? ¿Qué quieres?

El niño, todavía encogido y con las mejillas anegadas, lo miró con los ojos más grandes y tristes del mundo.

—No quiero estar solo. No quiero pelea. No quiero más silencio.

Camila, al borde de la impotencia, intentó separarse para dejar a padre e hijo resolverlo, pero Lucien la detuvo con un gesto, sin dureza, solo con esa autoridad suya tan difícil de desobedecer.

—Camila —dijo en voz baja, cuidando el tono, como si cada palabra fuera una cuerda floja—, Mathias tiene razón. No hemos hecho las cosas bien. Sé que la última semana ha sido… difícil, y que la culpa es mía. Pero hoy, solo por hoy, ¿podría acompañarnos a la feria? Mathias lleva días esperando ese paseo. Y yo no… yo no sabría cómo hacerlo sin su ayuda. Le pagaré las horas extras, se lo prometo. Pero yo en ese ambiente soy como un pez fuera del agua.

El pedido no era solo por el niño. Era una tregua, un ruego silencioso para que ella aceptara formar parte de esa noche, aunque fuera solo en calidad de canguro, de testigo. Camila vaciló. Se sintió tentada de negarse, de reclamar su derecho al dolor y al orgullo. Pero la mirada suplicante de Mathias y la humildad nueva en la voz de Lucien la desarmaron.

Asintió, apenas, como si el gesto fuera demasiado pesado.

—Está bien. Por Mathias.

El niño, en cuanto la escuchó, se limpió la cara con la manga del pijama y tendió los brazos hacia Camila como si acabara de regresar de un viaje larguísimo.

—¿De verdad? —preguntó, entre hipidos.

—De verdad —sonrió Camila, abrazándolo con fuerza.

***

El pueblo celebraba su feria anual esa semana. Todo era luces y risas, el aire saturado de algodón de azúcar, de frituras, de música chillona y voces entremezcladas. Había una noria, carruseles, tenderetes de tiro al blanco y tómbolas imposibles. Era una fiesta de colores y ruido, un escenario completamente opuesto a la penumbra de la mansión Delacroix.

Lucien había planeado cada detalle con esmero. Vestía de manera menos formal de lo habitual, pero aún así destacaba entre la multitud por su porte impecable, su elegancia antigua, y su forma de moverse como si cada paso fuera parte de un baile secreto. Mathias, limpio y peinado, llevaba una pequeña chaqueta azul y una mano aferrada a la de Camila y otra a la de su padre.

Por primera vez en días, Camila se permitió mirar a Lucien de reojo. Lo vio inseguro, incluso torpe, como un hombre que no está acostumbrado al bullicio ni a la luz. Pero también atento, pendiente de Mathias a cada instante, educado con los vendedores, cortés con los desconocidos, discreto pero presente, sin dejar que ni el niño ni ella sintieran el más mínimo abandono.

El paseo fue, al principio, una coreografía cuidadosa. Subieron al carrusel y Camila sostuvo a Mathias mientras Lucien observaba desde el borde, con las manos cruzadas en la espalda, la mirada seria y protectora. Ganaron un peluche en la tómbola, Lucien acertó el tiro al blanco con una puntería de otra época, pero lo celebró como si de verdad fuera un logro difícil. Compraron algodón de azúcar y Camila y Mathias compartieron bocados de manzana caramelizada. Lucien no quiso probar nada, pero cada vez que pasaban por cualquier puesto les ofrecía comprarles algo.

La tensión entre Lucien y Camila, aunque presente, comenzó a diluirse poco a poco. El bullicio, la risa de Mathias, los olores dulces y la música de feria tejían una burbuja en la que el pasado no tenía cabida. Lucien, por su parte, se obligaba a cada gesto de cortesía, cada palabra amable, cada mirada cálida. No había en él rastro del hombre frío y ausente. En la feria era todo caballerosidad discreta, paciencia y una extraña ternura.

Cerca de la noria, Mathias tiró de la mano de ambos.

—¿Subimos? —preguntó, con la voz esperanzada.

Camila miró a Lucien, que asintió con una sonrisa nerviosa.

—Por supuesto, campeón.

Los tres entraron juntos en la cabina. Al elevarse, el pueblo quedó atrás, reducido a un mar de luces titilantes. Mathias apretó la mano de Camila y miró al horizonte, los ojos llenos de asombro y temor.

Lucien aprovechó el encierro para hablar, bajando la voz.

—Gracias por haber venido. Sé que… no tiene por qué hacerlo. Ni por Mathias, ni por mí.

Camila sostuvo su mirada un momento, y por primera vez en días, no sintió la urgencia de apartarse.

—No es tan difícil perdonar cuando uno ve a un niño tan feliz.




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