El día había sido largo y plácido, con el aire saturado del aroma a pasto recién cortado y los últimos brotes de primavera asomando en el jardín. La mansión, tan acostumbrada a las penumbras y al murmullo, parecía ahora respirar hondo, agradecida por la tregua de las últimas semanas. Camila, más tranquila tras la feria, se permitía de nuevo la alegría simple de la rutina. El desayuno con risas, los juegos en la galería, o la lectura en la terraza cuando la brisa era amable.
Al atardecer, sin embargo, todo cambió.
El sol estaba a punto de hundirse en el horizonte, tiñendo el cielo de naranja y púrpura. Camila preparó la merienda junto a Mathias en la mesa de la cocina, riendo mientras el niño intentaba untar mantequilla sobre una rebanada de pan con una concentración feroz. De fondo, la radio susurraba una melodía de jazz, y la mansión parecía por fin algo parecido a un hogar.
—¿Quieres un poco más de mermelada? —preguntó Camila, levantando el tarro.
Mathias asintió, pero no alargó la mano. Tenía la mirada perdida en el frasco, tan fija que la sonrisa de Camila se congeló por un instante. El niño no parpadeaba; sus ojos azules se oscurecieron como si vieran a través del cristal, o más allá.
Entonces, sin aviso, el tarro se deslizó despacio por la mesa, arrastrado por una fuerza invisible. No fue un golpe, ni un temblor. Se movió lento, implacable, hasta quedar frente a Mathias. El niño ni siquiera pestañeó; solo alargó la mano y hundió la cuchara en la mermelada.
Por un segundo, Camila creyó que había sido un reflejo de la luz, un truco óptico, una ilusión. Pero la mesa estaba completamente nivelada, la superficie seca, nada que pudiera explicar el movimiento. La sangre se le heló. Notó que su respiración se volvía superficial y su corazón latía demasiado rápido.
—¿Viste eso? —preguntó, la voz temblando apenas.
Mathias se limitó a sonreírle, como si nada fuera extraordinario.
—No quería mancharme —dijo, como si eso lo explicara todo.
Camila se obligó a recuperar la calma. “Debe haber sido el mantel… o el tarro resbaló… o algo.” No podía permitirse asustarse frente al niño, ni mostrar debilidad. Sin embargo, durante el resto de la merienda, no pudo apartar los ojos de él. No creía en fantasmas, pero estaba segura de haber visto el tarro moverse. No podía evitar estar pendiente del modo en que sujetaba los cubiertos, la forma en que miraba a su alrededor, la tranquilidad sobrenatural con la que se desenvolvía en el mundo. Había algo inquietante en su compostura. Pensó en todas las películas que había visto donde los niños veían fantasmas. En ningún momento se le pasó, siquiera levemente, algo relacionado con vampiros por la cabeza.
Cuando terminaron de comer, Mathias salió corriendo al jardín. Camila, aún incómoda, recogió los platos con movimientos automáticos. Le temblaban las manos.
—Mathias, no te alejes mucho, ponte donde pueda verte —le gritó desde la cocina.
No fue el único prodigio de la tarde.
En el patio, Mathias se sentó a los pies de un rosal, con la mirada fija en una hilera de piedras. Camila lo observaba a través de la ventana, intentando convencerse de que todo había sido producto del cansancio. Pero algo, en el ambiente, la mantenía alerta. La luz declinante del atardecer dibujaba figuras largas sobre la hierba, y el niño parecía empeñado en ordenarlas con la mente. Una piedra tras otra, siguiendo un patrón secreto.
De pronto, todas las piedras comenzaron a girar sobre sí mismas, como si un viento invisible jugara con ellas. No se movían rápido, ni saltaban por los aires, pero giraban y giraban, formando un círculo perfecto alrededor de Mathias. El niño reía bajito, sin tocar nada, solo mirando con placer inocente.
Camila salió al jardín, con el pulso desbocado.
—¿Qué haces, cariño? —preguntó, la voz forzada a la calma.
—Jugando —dijo él, sin moverse, los ojos fijos en el círculo de piedras—. Mira, Camila, es fácil.
En ese momento, las piedras se detuvieron en seco, alineadas como los radios de una rueda. Mathias se levantó, sacudiéndose el pantalón, y corrió a abrazarla, como si acabara de enseñarle una hazaña común.
—¿Te gusta?
Camila lo abrazó con fuerza, aunque el miedo le recorría la espalda. Lo levantó en el aire y lo acunó contra su pecho.
—Claro que sí, Mathias. Es… impresionante. Pero vamos dentro. Hace frío —mintió.
Intentó sonreír, pero notó que le faltaba el aire.
Lucien despertó minutos después del ocaso, como siempre, entre las sombras de su dormitorio. Sintió el cambio en la casa al instante. Una vibración eléctrica, el aire cargado, una inquietud que no era completamente humana. Bajó la escalera sin prisa, siguiendo el rastro de voces y risas hasta el jardín.
Lo primero que vio fue el círculo de piedras aún perfecto en el césped, y a Mathias aferrado a Camila, los dos con el rostro encendido por la luz crepuscular. Camila estaba pálida y se acercó a él con el niño en brazos, agarrándolo con fuerza. Lucien sintió el golpe del miedo y el asombro. Conocía demasiado bien las señales, los poderes latentes de los dhampiros. Había esperado que tardaran en manifestarse, había rezado, en su manera incrédula, que los genes humanos de Elaine los aplacaran para siempre.
Pero el destino parecía decidido a recordarle, una vez más, que lo milagroso y lo monstruoso siempre encuentran la manera de abrirse camino.
Mathias, en cuanto lo vio, se intentó zafar del abrazo de Camila para correr a su padre.
—¡Papá! ¡Mira lo que he hecho!
Lucien forzó una sonrisa, arrodillándose para abrazar al niño. Camila lo soltó y Lucien lo recibió en sus brazos.
—Muy bien, campeón. Tienes buena mano para los juegos de patio.
Miró a Camila, que permanecía quieta, pálida, como si acabara de presenciar un truco demasiado perfecto. Sus ojos buscaban una explicación que no encontraba.
Lucien improvisó de inmediato.