Amarás la noche

Capítulo 13: Bajo el cielo del bosque.

Los días después del atardecer prodigioso de Mathias fueron una mezcla de asombro y silencio contenido. Camila no lograba apartar de su mente la imagen de las piedras girando, el tarro de mermelada deslizándose como por arte de magia. Intentó convencerse de que solo era la suma del cansancio y el exceso de imaginación, pero cada vez que miraba a Mathias, sentía un escalofrío inexplicable y tierno, como si el niño contuviera en sí mismo la llave de todos los misterios del mundo.

Lucien, por su parte, se movía en la casa con una delicadeza nueva, como si temiera romper algo frágil, la calma, la confianza de Camila, la inocencia aún intacta de Mathias. Observaba a ambos con una ternura que no se permitía exhibir antes, y el aire en torno a él parecía haberse suavizado, como si el frío habitual hubiera cedido un poco ante una corriente cálida de esperanza y deseo.

No fue de inmediato, pero poco a poco Lucien volvió a buscar a Camila. Primero en los detalles más cotidianos. Le ofrecía una taza de té por la noche cuando cocinaba para Mathias, le dejaba a la vista sus libros favoritos para que los pudiera leer, elegía las flores que más le gustaban a ella para los jarrones de la casa. Luego, fue más directo. La seguía con la mirada, le sonreía sin motivo, buscaba cualquier excusa para iniciar una conversación, aunque fuera sobre las menudencias del día.

Camila, aunque todavía herida, sentía que algo en ella se derretía. La faceta dulce de Lucien era una revelación, un descubrimiento que la desarmaba más rápido de lo que le habría gustado admitir. Aún conservaba una pizca de recelo, pero era imposible no notar la sinceridad con que él se entregaba ahora, sin defensas ni dobleces.

Una tarde, mientras Mathias coloreaba unos dibujos y el sol acaba de ocultarse, Lucien se atrevió a bromear. Camila estaba en la cocina, preparándose un café, cuando él apareció en el umbral, con las manos en los bolsillos, y una sonrisa tímida pero auténtica.

—Estaba pensando —dijo, fingiendo gravedad— que quizá deberíamos contratar a otra canguro.

Camila alzó una ceja.

—¿Ah, sí? ¿Por qué? ¿He hecho algo mal?

—Todo lo contrario. Pero me gustaría invitarla a salir, sin Mathias. Sin horas de conversaciones sobre qué dinosaurio era objetivamente el mejor.

La broma fue inesperada, y bastante torpe, pero Camila no pudo evitar soltar una risa que le alivió el alma a Lucien.

Se acercó, apoyando un brazo en la barra de la cocina, sin perder de vista su reacción.

—¿Eso es una invitación formal? —replicó ella, dejando el café a un lado.

—Digamos que es un primer ensayo —respondió él, con un destello de picardía—. Pero si acepta, puedo prometerle una velada interesante. Un sitio especial, algo de música, y ninguna obligación de hablar del trabajo.

—Oh, no creo que Mathias vaya a estar contento con la situación. Si nos ve irnos a los dos llorará.

Lucien suspiró, se pasó una mano por el cabello y asintió.

—Muy bien, entonces déjeme pensar algo menos... móvil, ¿de acuerdo?

Camila se mordió el labio, debatiéndose entre la prudencia y el deseo de aceptar, de dejarse llevar, aunque solo fuera por una noche. Finalmente, asintió, insegura.

—De acuerdo. Pero tendrá que sorprenderme.

Lucien se inclinó en una pequeña reverencia, como un caballero de otro tiempo.

—Será un honor.

Esa noche, cuando Mathias cayó rendido tras una jornada de juegos y cuentos, Lucien se dirigió al ala norte, estuvo un buen rato allí y luego fue a buscar a Camila a su habitación.

Ella, intrigada, fue conducida por él a través de un pasillo poco transitado, hasta una escalera en espiral que subía hacia la parte más alta de la mansión. Allí, en la azotea, el mundo era otro.

Camila contuvo la respiración. Nunca antes había accedido a ese lugar. Era un espacio abierto, protegido por una balaustrada de piedra cubierta de enredaderas, desde donde la ciudad parecía un mapa lejano de luces y sombras más allá del mar de árboles que formaban el bosque en el que vivían. Sobre las losas limpias, Lucien había dispuesto una pequeña mesa redonda con dos sillas de hierro forjado, un mantel blanco, una botella de vino, dos copas, y un farol de luz tenue.

El cielo nocturno era vasto y despejado, punteado de estrellas. Un aire fresco traía el perfume lejano de los naranjos en flor.

—¿Qué le parece? —preguntó Lucien, señalando la mesa—. Es uno de mis sitios favoritos de la casa. Quise compartirlo con usted.

Camila no pudo evitar sonreír, con un matiz de asombro.

—Es… mágico. No esperaba algo así.

Se sentaron. La conversación fluyó, primero tímida, luego con una naturalidad que recordaba los mejores días de su convivencia. Hablaron de libros, de películas, de lugares favoritos, de miedos y anhelos. Lucien evitó cuidadosamente los temas dolorosos, como si intuyera que esa noche debía ser un bálsamo, no una herida abierta.

De vez en cuando, la mirada de él se volvía seria, casi infantil en su anhelo de ser comprendido.

—A veces —confesó, jugando con el borde de la copa—, olvido lo fácil que es ser feliz cuando dejo de huir de mí mismo.

Camila le sostuvo la mirada, y sintió una oleada de ternura.

—Lo siento, Camila. Cometí un error con usted, y no ha pasado un solo día en el que no me arrepienta.

Lucien se inclinó hacia ella, puso la mano sobre la mesa, y sus dedos buscaron los de ella con timidez. El contacto fue breve, pero cargado de una electricidad suave, como si el frío de su piel invitara al calor de Camila a quedarse.

—Me gustaría —dijo él, muy despacio— que esta no fuera la última vez. Me gustaría aprender a pasar tiempo con usted.

Era una declaración modesta, pero honesta. Camila sintió que el peso del pasado cedía, apenas un poco, y que el presente podía ser suficiente. No supo qué contestar.

Se quedaron así, bajo las estrellas, bebiendo vino, y compartiendo silencios que ya no eran incómodos. Lucien puso música suave en un pequeño altavoz, melodías clásicas que flotaban sobre la noche. La risa de Camila se mezclaba con la brisa, y por primera vez en mucho tiempo, ambos se sintieron menos solos.




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