Amarás la noche

Capítulo 14: La carta y la confesión.

Lucien no era de los que mostraban su dolor. Había aprendido, a lo largo de décadas, a contenerlo tras una máscara de dignidad fría, a camuflarlo bajo las rutinas y los pequeños gestos de cortesía. Pero esa noche, incluso la mansión parecía incapaz de protegerlo de la inquietud. Caminaba de un extremo a otro de su estudio, con la carta del Consejo de la Noche Eterna aún sin abrir sobre su escritorio, como una herida latente. El sello de cera rojo era inconfundible, y el peso de lo que esperaba en su interior era tan palpable que le dolían los huesos.

Camila lo notó apenas cruzó la puerta, trayendo una taza de té para él, como se había vuelto costumbre cuando Mathias se dormía. Él se veía incapaz de rechazarla. Se detuvo en el umbral, observando la forma en que los hombros de Lucien caían más de lo habitual, la tensión en la mandíbula, la mirada perdida en la ventana donde la luna brillaba pálida.

—¿Puedo pasar? —preguntó en voz baja.

Lucien asintió, sin volverse del todo. Ella dejó la taza en el escritorio, junto a la carta, y lo miró con esa mezcla de paciencia y preocupación que había aprendido a cultivar en los últimos días.

—¿Ha pasado algo? —insistió, sentándose en la butaca frente a él.

Lucien no respondió al principio. Tomó la carta, la giró entre los dedos y finalmente la abrió. Leyó en silencio, con los labios apretados y el ceño cada vez más hondo. Camila se obligó a esperar, sabiendo que cualquier palabra innecesaria podía cerrarlo de nuevo sobre sí mismo.

Al terminar, Lucien dejó la carta sobre el escritorio, los dedos le temblaban levemente. Se sentó frente a ella, hundiendo el rostro en las manos. El silencio era denso, casi insoportable.

—No puedo decirle todo —confesó, con la voz ronca—. Hay cosas de mi vida, cosas… viejas, peligrosas, que no puedo compartir. No porque no quiera confiar en usted, Camila, sino porque sería injusto. No estoy preparado para… para arrastrarla a mi mundo, no completamente.

Camila sostuvo su mirada. Había lágrimas contenidas en los ojos de Lucien, pero también un anhelo desesperado de sinceridad.

—Pero sí quiero que sepa esto —continuó él, más suave—. He recibido noticias de un grupo al que pertenezco desde hace mucho. No es un grupo común, no es una familia, ni amigos. Es más bien una sociedad, una hermandad, a veces una prisión. Hay normas, pactos… compromisos que me atan y con los que no siempre estoy de acuerdo. A veces me exigen cosas que me parecen injustas, crueles. Y cuando no obedezco, me lo hacen pagar.

Se pasó una mano por el cabello, abrumado.

—Me han advertido. Quieren verme, quieren controlar cómo vivo. Y si no me someto… podrían quitarme lo poco que me queda.

Camila sintió el corazón encogerse.

—¿Mathias?

Lucien asintió, bajando la mirada.

—Y usted también. No lo dicen, pero lo insinúan. Saben más de lo que deberían, siempre.

—¿Es una especie de mafia? —preguntó ella con nerviosismo.

Lucien soltó una risa amarga.

—Ojalá. Pero es un grupo al que pertenezco por... nacimiento. Y por ese mismo motivo no puedo librarme de ellos.

La voz le temblaba. Camila se levantó, rodeó el escritorio y, en un impulso, se arrodilló a su lado, posando las manos sobre las rodillas de él.

—No está solo, Lucien. No tiene que cargar con todo esto solo. No importa qué sea ese grupo, ni cuáles sean las reglas. No voy a dejarlo solo. Ni mucho menos a Mathias.

Por un momento, Lucien se permitió el lujo de cerrar los ojos y sentir la calidez de sus manos. Cuando los abrió, la miró como si la viera por primera vez.

—No sé cómo lo hace, pero siempre consigue que el mundo sea un poco menos oscuro.

Camila se incorporó lentamente, hasta quedar a la altura de su rostro. El aire entre ellos estaba cargado, pero no de la vieja tensión del deseo reprimido; era una corriente de ternura feroz, de consuelo compartido, de necesidad. Lucien levantó una mano, acarició la mejilla de Camila, con dedos fríos y ligeros como el roce de una pluma.

—Gracias —susurró él, y la palabra fue un bálsamo.

Camila no supo quién se acercó primero. Tal vez fue solo el peso de todo lo no dicho, de todo lo contenido. Pero cuando los labios de Lucien rozaron los suyos, fue con una delicadeza casi reverente, como si temiera romperla. El beso fue lento, exploratorio, y después más profundo, una promesa y una confesión a la vez.

Lucien la atrajo suavemente, envolviéndola en un abrazo que no tenía nada de posesivo, solo de entrega. Los labios se buscaron una y otra vez, y la lengua de él encontró la de Camila con una ternura que la hizo temblar, como si quisiera aprender de memoria cada rincón de su boca.

Camila hundió los dedos en el cabello de Lucien, lo sintió temblar contra su pecho. El cuerpo de él era sólido y frío, pero vibraba de deseo contenido. Lucien la alzó, con una fuerza fácil, y la llevó hasta el sofá bajo la ventana, sin romper el beso. Allí, la recostó con delicadeza, como si fuera un secreto que solo él podía conocer.

El mundo se desdibujó. Solo quedaron las manos de Lucien recorriendo la piel de Camila con un respeto asombrado, como si descubriera por primera vez el calor, la suavidad y el olor de una mujer. Sus labios siguieron un camino reverente desde la boca al cuello, a la clavícula, bajando por el escote del vestido. Cada caricia era una súplica y una pregunta, y cada respuesta de Camila era una entrega.

Lucien no se apuró. Saboreó el tiempo, el temblor bajo su mano, el latido acelerado del pulso de Camila en su palma. Fue quitándole el vestido poco a poco, con la adoración de un hombre que no ha olvidado la pérdida y que, por eso mismo, no da nada por sentado. El sostén cayó al suelo, y los pechos de Camila, plenos y vulnerables bajo la luz tenue, fueron recibidos por los labios y las manos de Lucien con una devoción casi antigua. Él los besó y acarició, primero con las palmas, luego con la boca, hasta arrancarle gemidos suaves e incontrolables.




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