La mañana llegó suave y pálida, deslizándose por las cortinas del cuarto de Camila como un suspiro. El sol, aún débil, iluminaba los pliegues de las sábanas. Tenía los cabellos revueltos sobre la almohada, y los recuerdos aún tibios del cuerpo de Lucien a su lado. Por un instante, en ese espacio entre el sueño y la vigilia, Camila creyó sentir la sombra del abrazo de él, la presión fresca de sus brazos enredados en los suyos, la caricia leve de sus labios en la frente antes de que el sueño la arrastrara por completo.
No sabía cuánto tiempo se quedó sola en la cama después de abrir los ojos, oliendo aún el aroma indefinido de Lucien en la ropa de cama y sintiéndose, por primera vez en mucho tiempo, verdaderamente amada. Cuando por fin se levantó, se vistió despacio, repasando los detalles de la noche en su memoria. El modo en que Lucien la había cargado en brazos, los besos juguetones, el cariño silencioso y desbordado en cada gesto. Todo era tan diferente a lo que había conocido, tan limpio, tan tierno. No era pasión a secas, ni obsesión. Era ternura, paciencia, gratitud y deseo; un regalo que la dejaba más viva, más joven y más valiente.
Bajó las escaleras con una ligereza nueva, y se acercó al cuarto de Mathias para despertarlo. El pequeño ya estaba despierto ese día, con el pelo revuelto, jugando con un peluche encima de la cama.
—¡Camila! —exclamó, lanzándose a sus brazos antes de que ella terminara de llegar a la cama.
Camila lo abrazó con fuerza, dejando que el niño se pegara a ella como una segunda piel. Mathias olía a jabón de bebé y florecillas silvestre. Aun medio dormido, buscó refugio en su regazo, acomodándose como si fuera más pequeño, y por un instante el tiempo pareció plegarse sobre sí mismo, trayendo a Camila un recuerdo doloroso y feliz de su propia infancia.
—¡Yo quiero ir contigo! —anunció Mathias, sin soltarse—. Papá dijo que hoy ibas con tus amigas a la ciudad. Las de las fotos de tu teléfono. Dijiste que son divertidas.
Camila parpadeó, sorprendida. Era cierto, había quedado, fuera de su horario laboral.
Mathias las observaba con una sonrisa infantil. Demasiado pequeño para entender que Camila era, técnicamente, solo una empleada a la que su padre pagaba para cuidarlo, o al menos así había sido hasta ese momento.
—¿Por qué quieres verlas, pequeño? —preguntó, acariciándole el pelo.
—Porque a ti te hacen feliz. —respondió Mathias, con la seriedad extraña que solo tienen algunos niños, esos que han visto demasiado pronto la sombra de la pérdida.
—¿Y no te da pena que tu papá se quede solo si te llevo conmigo? —preguntó ella, enternecida por la respuesta.
—No, porque yo estoy con él todas las noches, y contigo ninguna —dice Mathias en su inocencia.
La respuesta le dio un vuelco en el pecho. Mathias la miró con la devoción absoluta de los hijos, incluso de los que no son de sangre, por instinto. El niño la necesitaba no solo como cuidadora, sino como refugio y referencia.
Lucien hablaba de su esposa y la recordaba con gran cariño, probablemente le hablaba de ella a Mathias, pero lo cierto era que el niño, apenas tenía edad para recordar mucho de ella. Camila lo besó en la frente, conteniendo las lágrimas.
—De acuerdo. Pero vamos a tener que pedirle permiso a papá, ¿eh?
—Claro —sonrió Mathias.
La complicidad entre ambos era natural, limpia de artificios. Camila sintió un temblor de gratitud y responsabilidad. Se preguntó, mientras preparaba el desayuno, en qué momento había empezado a amar a ese niño como si fuera propio, y por qué le costaba tan poco imaginar una vida donde ese amor no tuviera fecha de caducidad.
El día pasó entre juegos en el jardín, risas bajo la pérgola y una larga siesta compartida en el sofá, Mathias apoyó la cabeza en el regazo de Camila mientras ella le leía en voz baja. Los pájaros cantaban tras los cristales y, durante unas horas, la mansión fue solo eso, una casa llena de luz y de vida.
Por la tarde, Camila escribió un mensaje rápido a sus amigas, casi tímida: “¿Y si este finde paso con un pequeño muy especial? ¿Os importa?” La respuesta fue instantánea y llena de emojis y exclamaciones. Sintió que el mundo exterior todavía existía, que las risas seguían allí esperándola.
Lucien despertó, como siempre, con la caída del sol. La carta del Consejo seguía en su escritorio, pero el peso de la preocupación había sido sustituido, en parte, por una emoción más intensa y temblorosa, el recuerdo del cuerpo de Camila junto al suyo, el sabor de su piel, el murmullo de su respiración profunda cuando por fin se quedó dormida en sus brazos. Durante horas la había mirado en silencio, conteniendo el impulso de abrazarla más fuerte, de hablarle, de decirle que la necesitaba más de lo que nunca pensó posible.
Ahora, al caminar por los pasillos hacia el vestíbulo, escuchó risas que no eran de la casa. Se detuvo tras la puerta entreabierta y contempló la escena. Camila estaba sentada en el escalón, Mathias recostado sobre sus piernas, los dos envueltos en un remolino de luz dorada. Camila le contaba una historia de su infancia, de veranos en la playa, de amigos alocados y juegos bajo el sol. Mathias escuchaba fascinado, con la cabeza inclinada hacia ella, y confianza absoluta en su mirada.
Lucien sintió un dolor dulce y punzante, una mezcla de orgullo, celos, alegría y algo parecido a la nostalgia. Los vio juntos, como si fueran madre e hijo por elección y supo, con la certeza devastadora de los grandes amores, que ese vínculo era ya irrompible. Su soledad antigua, su miedo al apego, todo eso se diluía ante la simpleza de la escena. Una mujer contando historias, un niño escuchando y la promesa tácita de que ambos se acompañarían siempre, pasara lo que pasara.
Entró despacio, procurando no romper la magia. Camila levantó la vista y le sonrió, todavía con la ternura fresca de la mañana y de la noche anterior.
—Mathias quiere acompañarme a ver a mis amigas —anunció, como insegura de la reacción de Lucien, de si se había pasado de confianza.