Camila aparcó el coche junto a la puerta y suspiró tensa. Se sentía más segura en la casa. Miró por el retrovisor, Mathias se había dormido en el asiento trasero. Lucien salió a recibirlos, ajeno a lo ocurrido, con una sonrisa.
Lucien no quiso despertarlo, lo cargó en brazos hasta la casa, subieron las escaleras en silencio, lo desvistieron y pusieron el pijama juntos, con ternura, y luego lo arroparon. Lucien notaba que algo iba mal, pero no la presionó para que se lo contara mientras acostaban al pequeño, aunque sentía una ligera ansiedad, más relacionada con creer que Mathias había sido un incordio, con que ya no se lo llevara más, con que ya no lo quisiera, que con la realidad, porque no se la podía imaginar, y porque quererla le nublaba el juicio como a tantos amantes.
—¿Todo bien? —susurró él, cuando cerraron la puerta, rozándole la mano en la oscuridad.
—Sí —respondió ella, y lo atrajo consigo hacia la biblioteca, donde el aire olía a papel, madera antigua y cera recién derretida.
No se sentaron juntos de inmediato. Camila cruzó la habitación y apoyó la frente en el cristal de la ventana, mirando la noche profunda más allá del jardín. Lucien la siguió a distancia, como si temiera romper algo frágil e irremplazable. Solo cuando ella se volvió, con los ojos brillando en la penumbra, él se atrevió a hablar.
—Has traído algo contigo. Algo en tus ojos.
Camila suspiró, y él la abrazó, atrayéndola hacia su pecho.
—Hoy, después de despedirme de las chicas, un hombre nos esperó junto al coche. Elegante, educado, demasiado… —buscó la palabra—. Demasiado perfecto, de algún modo. Mathias se puso rígido. Lo reconoció. Dijo que era uno de los que “miran por la noche”. No lo entendí.
Vio el cambio inmediato en el rostro de Lucien. La mandíbula tensa, los párpados apenas entrecerrados, y un temblor casi imperceptible en las manos que la rodeaban.
—¿Te dijo algo? —preguntó Lucien, con la voz más grave, menos contenida.
—No de forma directa. Habló de conocerte a ti y al niño, dijo algo del estilo de haberme visto antes... Como si supiera mucho de nosotros. Mathias no quiso mirarlo. Cuando nos alejamos, me dijo que no le gusta ese hombre, que no es amigo, y que “papá tampoco lo quiere cerca”. —Camila lo observó, midiendo el miedo y la rabia bajo la piel de Lucien—. ¿Quién es, Lucien?
Hubo un silencio tenso. Lucien la soltó y caminó hasta el escritorio. Apretó los nudillos contra la superficie de roble. La luz de la lámpara recortaba sus facciones con una belleza austera, pero la melancolía era innegable.
—Alguien que nunca debió cruzarse en tu vida —dijo al fin, sin mirarla—. Y menos en la de Mathias.
Camila se acercó, rozando el respaldo de la silla, y apoyó una mano en el hombro de Lucien.
—No estoy enfadada contigo. Pero tienes que decirme si estamos en peligro.
Él alzó la vista, y sus ojos azules eran dos abismos llenos de temor y deseo.
—No lo sé —confesó, el dolor se desbordaba en cada palabra—. Hay cosas en mi pasado, Camila, cosas que pensé que podría dejar atrás si era cuidadoso. Promesas hechas a personas que no entienden la vida como tú y yo. Lealtades que no pedí, pero de las que no puedo huir. Ya te dije que nací atado a ellas. Y ahora, por mi culpa, tú y Mathias estáis expuestos a sus juegos, a sus normas.
Camila apretó el hombro de Lucien, obligándolo a mirarla de frente.
—No tienes que cargar con todo tú solo, y menos si te fueron impuestas de nacimiento. Pero necesito saberlo.
Lucien cerró los ojos, respirando hondo. En ese momento, el deseo de sinceridad luchaba con el miedo ancestral, la urgencia de confesarlo todo y la certeza de que la verdad podría separarlos para siempre. Quería decirle “Soy un monstruo, y te amo”. Quería confiarle el secreto de siglos, la condena y el don, la oscuridad y la belleza de su naturaleza. Pero el miedo era más fuerte, miedo a perderla, miedo a que el amor se desvaneciera ante la verdad, miedo a que el horror del mundo nocturno se tragara toda la ternura que habían construido juntos.
La tensión entre ambos era casi insoportable. Camila lo sintió en la piel, en el pulso acelerado de su propia sangre, en la manera en que Lucien temblaba bajo su mano. Había amor en sus gestos, pero también una distancia impuesta por secretos demasiado viejos para ser nombrados con facilidad.
—A veces pienso en decírtelo todo —susurró Lucien, apenas audible—. Pero tengo miedo. No por mí, sino por lo que podría pasar si supieras. No quiero que me mires como a un extraño. No quiero asustarte.
Camila se inclinó hacia él, buscando sus ojos.
—Nunca podrías asustarme, Lucien. No después de todo lo que hemos compartido. Quizá no entienda tus secretos, pero sí entiendo lo que significa querer proteger a quienes amas. Y quiero que sepas que, pase lo que pase, no voy a irme.
Él la abrazó, de nuevo, apretándola contra su pecho, hundiendo el rostro en su cabello y deseando poder creerla. La sujetó con una fuerza desesperada, como si en ese gesto pudiera preservar la frágil paz de su pequeño mundo.
—Perdóname —murmuró justo antes de besarla—. Perdóname por haberte puesto en peligro. Por amarte tanto.
Camila acarició su nuca, cariñosamente, rodeándolo también con fuerza.
—No tienes que pedirme perdón por amar. Solo no me mientas, Lucien. No me dejes fuera.
Se quedaron así, abrazados, mientras la noche crecía en la ventana y la biblioteca se llenaba de susurros y promesas. Lucien deseaba con todo su ser confesarlo, abrir la puerta al abismo de su verdadera naturaleza, decirle quién era en realidad y por qué el Consejo los observaba. Pero las palabras murieron en su garganta. Todo lo que pudo ofrecer fue la verdad a medias de los que aman y temen a la vez.
—Temo que si te lo digo creas que soy tan malo como lo son ellos —le susurró en el abrazo, incapaz de mirarla a los ojos—. No lo soy, Camila, te lo juro.