Amarás la noche

Capítulo 18: El pulso de la noche.

Tres noches después después de aquello, de madrugada, cuando Mathias y Camila dormían plácidamente, el timbre sonó. Camila, poco acostumbrada a que llamaran al timbre a esas horas de la noche, en una casa que ya de por sí era poco visitada, se incorporó, sobresaltada. Se puso una bata y salió a ver qué ocurría. Notó que Lucien no estaba a su lado, aunque llevaba desde aquella noche yéndose con ella a la cama, aunque cuando ella despertaba él ya no estaba porque, según él, trabajaba temprano y no quería despertarla para nada.

Asumió, correctamente, que él había llegado antes a la puerta para abrir. Lo que no sabía era que él siempre abandonaba la habitación cuando ella se dormía, porque él en realidad, no lo hacía.

Cuando Lucien abrió la puerta, con Camila llegando ya a la escena por el extremo del pasillo, Iván Dubois se desplomó en el umbral, manchando de sangre la alfombra, con el rostro más pálido de lo habitual y un brillo animal en los ojos.

—Cierra —murmuró a Lucien, con el acento más marcado que nunca—. No hagas preguntas.

Lucien lo sostuvo con un movimiento rápido, casi antinatural, y lo ayudó a cruzar el umbral. Camila, al ver la sangre y la palidez imposible de Iván, corrió hacia ellos, desbloqueando el teléfono mientras corría.

—Dioses, ¿qué ha pasado? ¡Voy a llamar a una ambulancia!

—¡No! —gritó Lucien, con una urgencia que heló la sangre de Camila—. No llames a nadie. Por favor, Camila. Déjame a solas con él.

—¿Estás loco? —protestó, con la voz quebrada por la rabia y el miedo—. ¡Está herido, Lucien! ¡No podemos dejarlo así! ¡Se va a desangrar!

Lucien no apartó la mirada de Iván, que se deslizaba entre la el conocimiento humano y el instinto animal.

—Hazle caso —dijo Iván—. Déjanos a solas, Camila. Estaré bien.

—Confía en mí. Solo… espera. Prométeme que no harás nada hasta que atardezca mañana.

—¿Atardezca mañana? —repitió ella con incredulidad— Pero vosotros...

—De verdad, Camila. No me muero de esta, hazle caso, por favor.

La voz de Lucien era un ruego desesperado y una orden inquebrantable. Camila no terminaba de reconocerlo.

Camila, temblando, lo miró y vio en sus ojos la sombra de algo irreparable, algo tan serio que por un momento le faltó el aliento.

—¿Qué… qué demonios está pasando, Lucien?

Él no respondió. Empujó la puerta del despacho y cerró tras de sí, dejando a Camila sola en el pasillo, abrazada a la impotencia y al pánico.

—Por favor, Camila —le susurró con la puerta ya cerrada. No dijo más.

Afuera, la noche se espesaba como un luto. Camila escuchó los susurros de Lucien, palabras en francés, que no solo no entendía, sino que no escuchaba con claridad. No pudo dormir, y tampoco se alejó demasiado.. Una vez, incluso, creyó escuchar el crujir de huesos, un líquido goteando y un sollozo ahogado.

Al amanecer todo ruido que pudiera haber dentro cesó y ella sintió, en parte, que la tensión de la noche se disipaba. Durmió, quizás, una hora entre el amanecer y el momento de despertar a Mathias, a quien cuidó como siempre, porque ni tenía la culpa ni se merecía que ella no fuera cariñosa con él. El niño, ajeno, fue tan cariñoso con ella como siempre. Con sus juegos tranquilos y su alegría contenida.

Solo cuando el sol volvió a descender en el horizonte, Lucien abrió la puerta. Camila lo oyó jugando en la biblioteca con Mathias.

—¡Papá! —dijo el niño, dejando los juguetes y corriendo con su torpeza infantil a su encuentro.

Camila lo siguió, pensando en si era buena impedirlo hasta ver cómo estaba todo.

El rostro de Lucien estaba como siempre. Detrás de él, el despacho parecía intacto, salvo por un leve olor a sangre y a ceniza fría. Iván estaba de pie junto a la ventana, vestido de negro, la piel tan perfecta y pálida como si la herida nunca hubiera existido.

Camila inclinó la cabeza.

—¿Cómo…? ¿Cómo es posible? —No acabó la frase, por Mathias.

Iván sonrió, la misma sonrisa de siempre, la de los días luminosos y las bromas crueles, pero ahora había en ella algo nuevo, un relámpago de hambre y de algo ancestral.

—Un poco de descanso y ya estoy como nuevo, mademoiselle. Créame, ha habido noches peores. Ya le dije que no era grave.

Camila miró a Lucien, al hombre que amaba, y sintió que algo en el mundo se partía, un eje secreto que había sostenido todo hasta entonces. Iván notó la tensión.

—Me voy a ir y os voy a dejar a solas —dijo apartando la mirada.

Saludó al pequeño Mathias con un choque de palmas y abandonó la casa, dejando a Lucien y Camila mirarse en silencio. Lucien apartó la mirada cuando Mathias tiró de su pantalón, lo recogió del suelo y lo saludó con la misma efusividad cariñosa de siempre.

Camila no interrumpió. Se repetía a sí misma que no iba a dar el espectáculo delante de un niño tan pequeño. Que lo importante era no molestar al pequeño, pero cuando pocas horas después, Lucien acostó al niño, ella lo esperó en la puerta.

—Basta —susurró—. Dímelo de una vez, Lucien ¿Quién eres? ¿En qué estás metido?

—No sé cómo empezar —murmuró—. No hay manera amable de decirlo. Solo la verdad, aunque duela.

La guio a la biblioteca y le pidió que se sentara. Ella lo hizo a regañadientes y él se acercó y se arrodilló frente a ella, con las manos sobre las rodillas de ella.

—Camila, soy… —La palabra le costó, como si tuviera que arrancarla de siglos de silencio—. Soy un vampiro.

Por un instante, Camila creyó que era una broma, o que él estaba loco. Enfermo de la cabeza. Parpadeó, buscando en el rostro de Lucien una señal de ironía, de delirio. No la encontró. Él la miraba con un dolor tan hondo, tan vulnerable, que no quedaba espacio para el teatro.

—¿Pretendes que me crea que eres un puñetero vampiro? —preguntó con una mezcla de indignación e incredulidad.

—Te juro que lo soy. No tengo otra forma de explicarte lo que has visto, lo que ha pasado esta noche con Iván. No te puedo proteger si no sabes toda la verdad.




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