Amarás la noche

Capítulo 19: La huida.

El alba llegó pesada y sin promesas, arrastrando consigo la inquietud de los que, en la noche, han sido testigos de lo inaceptable. Camila pasó las horas de la mañana en un estado febril, entre la vigilia y el sueño, cada vez que cerraba los ojos veía el rostro de Lucien, la piel fría, el pecho inmóvil bajo sus dedos, la voz que le confesaba la verdad imposible. Sentía el temblor de la noche en los huesos, la certeza de que el mundo, tal como lo conocía, se había quebrado para siempre. Cuando sonó la alarma para despertar a Mathias, se levantó de un salto y cogió una única maleta donde metió unas cuantas mudas de ropa.

Despertó, aseó y vistió a Mathias como si todo fuera normal, pero mientras el pequeño desayunaba cogió también ropa del niño y un par de juguetes y libros. La necesidad de protegerlo era un instinto primitivo, anterior a la razón. No pensó, no calculó riesgos. Solo supo que no podía dejar al niño en una casa solo con un vampiro.

Cuando volvió a la cocina y el niño le mostró orgulloso el plato vació del desayuno, Camila sintió una punzada de culpa, pero también una fuerza nueva.

—Mathias, cariño —dijo en voz baja, acariciándole el pelo—, vamos a dar un paseo por la ciudad, ¿te parece?

El niño asintió con una sonrisa.

—¿Y papá?

La palabra se le atragantó, pero Camila sonrió con ternura forzada.

—Papá está descansando. Volveremos pronto. Ya sabes que a esta hora solo somos tú y yo.

Llamó a un taxi y sacó la silla para bebés del coche de Lucien. Cuando llegó la colocó en el asiento trasero junto a ella, subió la maleta al maletero y entró por el niño. Le temblaban las manos y tenía un nudo en el estómago. Miró la casa una última vez y le dijo al taxista que los dejara en la plaza del centro.

Durante el trayecto, Mathias observaba la ciudad con una curiosidad solemne, pero callada, como si presintiera el miedo de Camila y no quisiera hacer preguntas. Ella lo abrazó fuerte, dejando que la certeza de su pequeño cuerpo la mantuviera en pie.

No tenía un plan. Solo la urgencia de alejarse. Cuando el coche los dejó, la casa de su prima, Laura, fue el primer sitio en que pensó. No explicó demasiado. Solo pidió poder quedarse unas noches, alegó problemas personales y cansancio, el tipo de cosas que nadie cuestiona cuando los ojos suplican comprensión y la voz apenas sostiene el hilo del mundo.

El día se le hizo eterno. En la cocina ajena, Camila preparó la merienda de Mathias, respondió a sus preguntas con evasivas, le inventó cuentos para distraerlo y, entre risas forzadas, lloró en el baño. Cada vez que pensaba en Lucien, en la mansión, en el secreto, el corazón le martilleaba el pecho con el vértigo de lo irreversible.

¿Qué iba a explicarle al niño? ¿Qué haría Lucien al despertar? ¿Y a las autoridades? No lo había pensado, solo había pensado en protegerlo, aunque no supiera de qué exactamente, aunque Lucien jamás hubiera amenazado la seguridad de esa criatura.

Al atardecer el teléfono vibró dos veces. No se atrevió a contestar. Lucien. Después Iván.

***

La noche cayó sobre la mansión con la violencia de un presagio. Lucien despertó como siempre, entre la niebla y la ausencia, entre la inercia y la esperanza. Tardó unos segundos en notar el silencio absoluto. El eco de la casa le devolvió una sensación de pérdida inminente, un presentimiento oscuro.

Cruzó la habitación de Mathias en dos zancadas. La cama estaba vacía y sin hacer, algunos cajones estaban abiertos. El cuarto de Camila estaba igual. Ropa descartada tirada, cama sin hacer y el armario abierto. La ausencia era total, y el dolor fue inmediato y feroz.

Lucien se desplomó en el borde de la cama, con el rostro hundido en las manos, la mente recorriendo todos los errores que había cometido.

Camila había aprovechado su momento más vulnerable para huir con su hijo y eso era lo que más le dolía. La soledad se le clavó en el pecho como una estaca, y el miedo, ese miedo que durante años creyó ajeno a su especie, se transformó en desesperación.

Buscó el teléfono. Llamó a Camila. Llamó otra vez cuando saltó el contestador. Nada.

Dejó mensajes, con palabras rotas y suplicantes.

«Por favor, vuelve, Camila. Tráeme a Mathias. Dios mío, jamás os haría daño. Necesito saber que el niño está bien.»

No hubo respuesta.

Marcó entonces a Iván, y su voz salió rota, casi irreconocible.

—Han desaparecido. Camila y Mathias. Ayúdame.

—¿Se los han llevado? —preguntó Iván, que ya se había puesto en marcha hacia la mansión de Lucien.

—No, ha sido Camila —dijo Lucien casi sin voz.

—Estoy yendo.

Iván llegó poco después, elegante y desaliñado, con la expresión más grave de lo habitual.

—¿Cuándo los viste por última vez?

Lucien le contó que tras su partida ayer no había podido seguir mintiendo más y había confesado. Le explicó su reacción. Lo mal que se sentía él. Iván lo miró largo rato, con una piedad que nunca antes había mostrado.

—La asustaste. No es culpa tuya… del todo. Pero debemos encontrarlos antes de que el Consejo sospeche. Si alguien los encuentra primero, Camila no será defensa suficiente para el niño.

La frase quedó suspendida en el aire, la amenaza colgaba como una nube de tormenta.

—Dividámonos —dijo Lucien—. Yo buscaré por la ciudad. Tú vigila la estación, las salidas, los hoteles.

Iván asintió, ya sacando el móvil, haciendo llamadas con la rapidez de quien ha vivido muchas huidas y sabe que, en el amor, la urgencia siempre es peor que la esperanza.

—Llámame si los encuentras, yo haré lo mismo —dijo Iván, dándole un apretón a su viejo amigo.

Lucien salió a la noche. El recuerdo de Camila, su calor, sus palabras, sus caricias, era ahora un veneno amargo.

Cruzó calles y avenidas, preguntó en tiendas, en parques, en lugares donde una madre y un niño podían pasar desapercibidos. Cada vez que una sombra se deslizaba bajo una farola, el corazón de Lucien se agitaba con una mezcla de esperanza y horror.




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