Amarás la noche

Capítulo 21: Preguntas en la penumbra.

Volver a la mansión fue como regresar de una pesadilla a medias, de esas que te dejan temblando aunque el peligro haya pasado. La fachada gótica de la casa se recortaba contra el cielo nocturno encapotado; la piedra gris parecía más acogedora que nunca, el jardín salvaje y húmedo, conferían un aire incluso más familiar. Cuando el coche cruzó el portón, Camila no supo si temblar de alivio o de cansancio.

Mathias dormía en el asiento trasero, exhausto y pálido, abrazando su muñeco favorito. Lucien conducía con una mano en el volante y la otra, cada tanto, buscando la de Camila como si necesitara ese contacto para no desvanecerse.

Iván los esperaba en la entrada. Su camisa estaba manchada de polvo y sangre seca, pero en su rostro bailaba la chispa sarcástica de siempre. Camila no sabía cómo había llegado antes que ellos pero no le pareció buena idea preguntar.

—La que habéis liado, ¿eh? —bromeó, mientras ayudaba a Lucien a bajar las bolsas del coche—. El vecindario está muy alterado.

Lucien le agradeció en voz baja. Iván intercambió unas palabras con él, mientras Camila acunaba a Mathias, y luego se despidió con una inclinación burlona, prometiendo encargarse de todo y mantener lejos a los curiosos. Después, se perdió en la noche con la facilidad de los que siempre han vivido entre sombras.

Ya en el vestíbulo, Camila respiró hondo. El aroma de la madera vieja, el leve perfume de las flores que quedaban, el eco de los pasos sobre la piedra, todo le devolvía una extraña sensación de pertenencia.

De alguna manera, milagrosa y absurda, la mansión era su hogar y no se había dado cuenta antes.

Subieron juntos la escalera, Lucien tomó a Mathias en brazos. Se notaba que lo había echado mucho de menos. A Camila se le arrugaba el corazón de haber pensado que podía ser un mal padre.

Lo siguió acariciando su espalda con cariño. Al llegar al cuarto del niño, la rutina, ese pequeño milagro, se impuso sobre el cansancio. Entre los dos desvistieron a Mathias, le lavaron la cara, y le pusieron el pijama de estrellas, su favorito, que aún conservaba el olor a suavizante. Mathias se dejó hacer, medio despierto, medio dormido, sonriendo en sueños cuando Lucien le susurró en francés una vieja canción de cuna.

Camila se sentó al borde de la cama, acariciando el pelo del niño. Lucien se sentó junto a ella, los dos formando una barrera sólida entre el mundo y ese pequeño ser que era la mejor razón para seguir luchando.
El silencio era un bálsamo, y también un recordatorio de todo lo que aún quedaba por decir.

—¿Crees que sueña algo bonito? —susurró Camila, mirando a Lucien de reojo.

—Creo que sí —respondió él, con una sonrisa triste y dulce—. Porque ya ha tenido bastantes pesadillas por hoy.

Camila asintió, bajando la vista. Se sentía más tranquila, sí, pero también más abierta a la incertidumbre, como si, después de tanto correr, el único refugio posible fuera la verdad.

Dejaron a Mathias dormido y, en silencio, salieron del cuarto, cerrando la puerta con cuidado.

Lucien tomó la mano de Camila en el pasillo y la condujo al pequeño salón anexo de su despacho, un espacio privado, bañado por la luz de la luna y el resplandor tenue de la lámpara de pie. Ella se dejó llevar, ya sin miedo, ya sin resistencia. Se sentaron juntos en el sofá, uno al lado del otro, hombro con hombro, como si necesitaran ese contacto para reponerse del temblor del mundo.

Lucien fue el primero en romper el silencio, y en rodearla con un brazo.

—No quiero perderte, Camila. Sé que te lo he puesto difícil. Que no he sido justo, que te he arrastrado a un mundo de secretos, de peligro… Pero no sé vivir de otra manera. —Bajó la vista.

Camila notaba cómo le temblaban las manos. Ella extendió una mano y tomó la que no rodeaba su espalda entre las suyas. El temblor pareció calmarse un poco.

—Todo lo que he aprendido, lo he aprendido a golpes y a pérdidas. Te juro que si pudiera cambiarlo, lo haría. Pero lo único que puedo ofrecerte ahora es la verdad, toda la verdad que quieras.

Ella asintió levemente.

—Hazme preguntas. Por favor —añadió, con una humildad que le desarmó la voz—. No importa lo que quieras saber, ni lo duro que sea. Prefiero que me odies por lo que soy a que me temas por lo que no entiendes.

Camila lo miró largo rato, como si estuviera decidiendo si el amor merecía el riesgo de otro abismo. Pero en sus ojos ya no había solo miedo, sino una luz nueva, la del que quiere saber, la del que acepta el peso de lo real.

—¿Siempre has sido así de… solitario? —preguntó al fin, la voz suave pero firme.

Lucien sonrió, y en ese gesto había un cansancio infinito, pero también la gratitud de quien recibe una oportunidad.

—No siempre. Hubo un tiempo en que no conocía la soledad, solo la multitud de la corte, las fiestas, los bailes… El ruido. Pero eso era otro mundo, otro siglo. Después, cuando todo cambió, descubrí que el verdadero silencio no es estar solo, sino sentirse invisible incluso entre los tuyos. —Acarició el brazo de ella con suavidad, atrayéndola más—. Contigo vuelvo a verme, Camila.

Ella esbozó una sonrisa cansada.

—¿Cuántos años tienes?

Lucien le sostuvo la mirada, sin máscaras.

—Nací en 1787. Viví mis primeros treinta y cinco años como un hombre cualquiera, en un mundo que no era amable con los distintos. Cuando me convertí… perdí la noción del tiempo, del cuerpo, de lo que significa cambiar, enfermar, morir.

—¿Es duro no morir cuando el resto sí?

—Sí, pero amar no es diferente. Solo da más miedo. Porque sabes que lo que amas puede acabar, y tú seguirás aquí para recordarlo siempre. Pero si me negara cualquier relación por el miedo a perderla estaría siempre solo.

Camila le acarició la mano, tanteando la forma de sus dedos largos, fríos y hermosos.

—¿Y Mathias? ¿Sabe lo que es?

—Sabe que no es igual a los demás. No le he hablado aún de todo. Es demasiado pequeño, no quiero meterle miedo precipitadamente para nada. Más cuando ni siquiera necesita sangre para subsistir, de momento al menos.




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