Amarás la noche

Capítulo 23: Tribunal de sombras.

La sede del Consejo de la Noche Eterna, era exactamente idéntica a cualquier otro edificio de oficinas de la ciudad. Aburrido, alto y gris, se encontraba en el distrito empresarial, cerca del polígono industrial. De día había movimiento relativo, con seguridad, personal de limpieza y algunos despachos y salas de reuniones alquilados, de noche, sin embargo, la mayoría de las luces estaban encendidas, especialmente en las plantas altas. El edificio pertenecía al Consejo y, de cara al público, era una sociedad limitada centrada en las finanzas y los bienes raíces.

Lucien llegó pasada la medianoche, su figura se reflejada en los ventanales como un espectro del siglo pasado, no parecía encajar, como muchos otros en el edificio, con los fluorescentes del techo del vestíbulo, la recepción de madera contrachapada y las plantas de plástico.

Pasado el vestíbulo, la cosa cambiaba. Detrás del ascensor gris con el cartel "fuera de servicio", había una puerta lateral que daba a otra realidad.

Una galería silenciosa, alta, forrada de madera oscura y terciopelo negro, iluminada por lámparas de araña modernas y velas eléctricas ocultas. El aire olía a incienso y papel antiguo. Se oían susurros atenuados venir de las habitaciones al fondo. Allí dentro, la sensación era la de estar en un territorio neutral, elegante y sutilmente opresivo, donde cada mueble parecía más caro de lo que era, donde todo el mundo vigilaba a todo el mundo por el rabillo del ojo.

Iván lo esperaba en un sofá de terciopelo rojo, su porte era elegante pero tenso, la sonrisa habitual había sido reemplazada por una gravedad desconocida. Se saludaron con un gesto casi imperceptible, como dos soldados antes de la batalla. Tenía una copa en la mano, de cristal oscuro, con un líquido rojo, más denso que el vino en la mano.

—¿Quieres? —le ofreció.

—No estoy yo para eso —respondió Lucien—. Quiero irme cuanto antes.

—Recuerda —murmuró Iván mientras cruzaban un corredor tapizado de retratos—. Tu vida estaba en peligro. Fue en defensa propia. Tú no intentaste atentar contra su vida, ellos intentaron atentar contra la tuya y fallaron. Tu novia y tu hijo allí, estaban de casualidad.

Lucien asintió, repasando mentalmente cada palabra que debía decir. Las puertas del gran salón se abrieron sin sonido, revelando la asamblea.

El Consejo estaba reunido en semicírculo. Había cinco figuras, todas de pie, vestidos de oscuro, impasibles como jueces de piedra. En el centro, en un sillón labrado de madera negra, La dama Sigrid Falken presidía la sala. Su belleza era gélida, su piel incluso más translúcida que la de Lucien, Llevaba sus cabellos rubios recogidos en un moño que recordaba a retratos de zarinas olvidadas. No levantó la voz para pedir silencio. Su autoridad era absoluta, como si la noche entera la obedeciera.

—Lucien Delacroix —anunció, y su voz resonó en la bóveda del techo—. Has sido llamado para responder por actos que, de confirmarse, supondrían un riesgo para la estabilidad de nuestra especie y el pacto que nos protege.

Lucien se adelantó y, por un instante, el tiempo pareció detenerse. Recordó las historias de inquisiciones antiguas, en las que él mismo había estado presente, recordó los juicios sin clemencia y los castigos que El Consejo impartía.

Sigrid continuó, despacio.

—Se te acusa de acabar intencionalmente con la vida de dos semejantes.

El murmullo en la sala fue apenas un roce de seda. Lucien sostuvo la mirada de Sigrid, notando el odio contenido y la frialdad letal de quien nunca ha sido contradicho. Levantó una mano y el murmullo cesó.

—Acabé con la vida de dos de los nuestros, —respondió, sin titubear—. Pero no hubo conspiración alguna. Ellos intentaron acabar con mi vida y yo me defendí.

Uno de los Consejeros, un hombre de ojos grises y barba antigua, intervino.

—¿Por qué motivo te atacaron dos miembros de nuestra especie sin ningun antecedente de ataque previo? No eran novatos.

Lucien se mordió la lengua para no contestar una grosería. Todos sabían lo que había pasado y todos se hacían los locos.

—Porque estaba entre ellos y mi hijo, simplemente.

Iván intervino.

—¿Qué hacían esos vampiros en la casa de una mortal familiar de una conocida de Lucien si no tenían intenciones de atacarlo? Hay reportes policiales. Entraron a la fuerza, poniendo en peligro nuestro secreto. Atentando contra la vida de uno de los nuestros.

El silencio fue unánime. Sigrid no apartó la mirada de Lucien.

—No se te acusa de matar —dijo—. Pero sí de provocar la muerte, aunque fuera de tus enemigos. Y de involucrar a mortales. Sabes que las reglas son claras.

Lucien sostuvo la mirada de la Dama, el dolor de la verdad mordiéndole los labios.

—No provoqué el ataque. Mi única culpa fue querer proteger a mi hijo y a quien amo. Jamás habría levantado una mano contra ninguno de los nuestros si no nos hubieran atacado. Yo tampoco tengo antecedentes de haber atacado a nadie antes.

Un murmullo recorrió el salón. La mención del amor entre un vampiro y una mortal era tabú, pero la presencia de Iván, su reputación de diplomático y duelista, pesaba sobre la sala como una sombra protectora.

Iván avanzó un paso, alzando una ceja desafiante.

—La defensa sostiene que Lucien actuó en legítima defensa. El ataque fue orquestado por enemigos declarados. Si el Consejo duda de ello, puedo atestiguarlo. Y puedo, si es necesario, recurrir al juramento antiguo. Estoy dispuesto a someterme a la verdad bajo sangre.

Iván dio una vuelta por la sala, mirándolos a todos. Parecía seguro de sí mismo, aunque no lo estaba.

—Si alguien puso en peligro el secreto fueron ellos. Hasta donde yo sé, no rompe ninguna regla mantener contactos, de la naturaleza que sea, con humanos.

Lucien lo miró de reojo. Creía saber por dónde iba a salir, no quería que su amigo mintiera por él en un juicio, pero también sabía que a Iván, cuando se le metía algo, era imposible pararlo.




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