La noche después del juicio fue larga y densa. Camila no lograba dormir, incluso con Lucien junto a ella. La mansión parecía guardar el eco de la amenaza, y cada crujido de la madera, cada murmullo del viento entre los ventanales, le recordaba que la tregua era frágil, casi artificial.
—No puedes dormir —le dijo Lucien, que leía a oscuras a su lado.
—No, la situación me tiene tensa. Lo siento —contestó ella, girándose hacia él—. Por eso no te has ido de la cama, ¿verdad?
Lucien no contestó, era evidente. Siempre se acostaba cuando ella y se levantaba cuando veía que se dormía. Dejó el libro en la mesita y se recostó de lado, mirando hacia ella. Rozando casi su nariz con la de Camila.
—Dime cómo puedo ayudarte a dormir mejor, o al menos a estar serena.
—¿Te molesta si te hago preguntas? —susurró Camila, con la voz quebrada entre el cansancio y la necesidad de entender.
—No —dijo él, acariciando su rostro con suavidad.
Camila tomó la mano con la que acababa de acariciarla y la apretó con fuerza.
—¿Es igual en todas partes? —preguntó—. ¿Hay organizaciones en otros países? ¿Todos temen a los dhampiros así, solo por existir?
Lucien suspiró.
—Sí. Hay consejos y tribunales en todos los rincones del mundo, aunque se llamen de mil formas y sigan tradiciones distintas. La mayoría surgió después de las grandes persecuciones. Las reglas pueden cambiar, pero la esencia es la misma. Proteger el secreto para preservar la especie. —Guardó silencio un momento—. Y no sé si en todas partes ocurre, pero la globalización también nos ha afectado. Muchas organizaciones reconocen a las que son análogas en otros países o ciudades.
Camila frunció el ceño, incrédula y, al mismo tiempo, herida.
—Pero Mathias no les ha hecho daño. Es solo un niño, ¿por qué temerle así? No ha hecho nada que tú no puedas hacer
Lucien calló largo rato, acariciándole el dorso de la mano con el pulgar. Su mirada se perdió en la penumbra de la habitación, como si buscara el pasado en los rincones.
—No es Mathias, es el recuerdo —confesó, la voz ronca—. El miedo no nace de él, sino de lo que fueron capaces de hacer otros, hace mucho tiempo.
Camila esperó. Notó que la historia no era fácil, que bajo la superficie había una herida vieja y sin cicatrizar.
—¿Hablas de un caso particular?, ¿lo viviste? —preguntó, casi en un susurro.
Lucien asintió.
—Sí. Estuve allí. Vi cómo empezó todo.
Se sentó en la cama, con los dedos crispados. Encendió la luz de la mesita y miró a Camila, que también se había incorporado en la cama.
—Fue en el centro de Europa, a principios del siglo XIX. Entonces yo era joven, joven para un vampiro quiero decir, y creía que el mundo podía cambiarse a fuerza de bondad y paciencia. En Praga, en Viena, en los salones clandestinos, hablábamos de convivencia con los mortales, de nuevas alianzas. Algunos experimentaron más de la cuenta.
>>Una mujer, una vampira alemana, Hannelore, se enamoró de un príncipe húngaro. Contra todo pronóstico, tuvo un hijo con él. Nadie creyó posible que sobreviviera, pero el niño nació fuerte, hermoso y diferente. Lo llamaron Levente.
—¿Ella fue la que se quedó embarazada? —preguntó Camila, sorprendida.
—Sí, no debería sorprenderte más que la situación de Mathias, es igual de raro. Supongo que estás inspirada por el mito popular.
—Supongo, es porque pensaba que por dentro estabais... quietos —dice intentando usar eufemismos.
—Los hombres también. La mayoría de nuestros fluidos se sustituyen por sangre, hasta las lágrimas. Imagínate... —Lucien no acabó la frase.
Camila asintió con la cabeza.
—Está bien, lo siento. No era el punto, continua.
Lucien se detuvo, la voz le temblaba con una emoción que no era solo nostalgia, sino miedo y culpa.
—Levente creció como un prodigio. No envejecía igual que los demás niños, pero tampoco era como nosotros. Caminaba a la luz del sol, pero sus sentidos eran los de un depredador. Era más fuerte que cualquier mortal, más resistente incluso que su madre. Nadie sabía cómo educarlo. Los vampiros lo temían. Los humanos sospechaban, pero sentían fascinación.
—¿Era peligroso?
—No al principio. Pero el poder y la soledad son una combinación terrible, Camila. Levente creció entre dos mundos que nunca lo aceptaron. Era un bastardo, su padre era un príncipe, jamás lo hubiera reconocido como hijo —dijo, con un suspiro—. Los vampiros lo veían como una anomalía, y cada vez que cometía un error, un arranque de furia, un accidente con su fuerza, los rumores crecían. Su madre intentó protegerlo, quizá no de la mejor manera posible, su padre lo aisló.
>>Era una criatura fuerte y hermosa, no se dejaba controlar fácilmente. Tenía mucho ego. Cuando Levente cumplió veinticinco años, hubo un incidente. Mató a un noble durante una cacería, según él, en defensa propia. El Consejo local, temeroso de lo que un dhampiro adulto podría desencadenar, intervino.
>>Hubo juicios, amenazas, huidas. Al final, Levente se rebeló. Quemó la mansión de su padre con él dentro, asesinó a tres consejeros, de los que se alimentó y desapareció.
—Dios mío... —dijo Camila—. ¿Y qué hicieron con él?
—Nadie sabe qué fue de él. Algunos dicen que cruzó el Atlántico, que sigue vivo, oculto entre los hombres. Otros, que se quitó la vida. El Consejo, desde entonces, no olvida ni perdona.
>>Cualquier dhampiro es un posible Levente. Cualquier niño como Mathias es visto no solo como una anomalía, sino como el principio de un nuevo desastre.
El silencio se espesó entre los dos. Camila sentía la punzada de la compasión, pero también un miedo frío y real.
—¿Tú lo conociste de verdad? —preguntó ella.
Lucien asintió, con la mirada distante.
—Era magnético. Hermoso y feroz. No era cruel, pero sí salvaje e imprevisible. Envidiaba a los vampiros por nuestra longevidad, odiaba a los humanos por su debilidad. Solo quería pertenecer, pero nadie supo ofrecerle un sitio.