Pasaron varios días sin sobresaltos. El clima se suavizó, el cielo se llenó de nubes lentas y, en la mansión Delacroix, se respiró una paz frágil, pero real. El Consejo había retirado momentáneamente su vigilancia visible; los mensajes de advertencia cesaron y, aunque Lucien no bajó del todo la guardia, el ambiente se aligeró un poco.
Camila volvió a permitir que Mathias saliera al jardín de día, siempre con ella y a la sombra. Él se entretenía persiguiendo mariposas en el jardín, manchándose de barro y hojas, y disfrutando de la primavera. Por las noches, cuando Mathias dormía, Camila y Lucien leían juntos en la biblioteca, o veían películas, o Lucien enseñaba a Camila a bailar como se hacía en su época.
Camila, en particular, sentía que la vida iba poco a poco reconstruyéndose. Dormía mejor, a veces sin pesadillas. Se sorprendía riendo a carcajadas con Mathias, o discutiendo con Lucien sobre qué película ver, como si la normalidad pudiera, de verdad, instalarse entre ellos. La herida del miedo seguía allí, claro, pero era menos cortante, menos urgente. Acabar con el secreto entre ellos, lo había hecho todo más fácil.
—¿Vamos a por pan y fruta, Mathias? —preguntó una mañana, mientras lo ayudaba a ponerse los zapatos.
—Sí ¿Podemos comprar galletas de dinosaurios? —pidió él, con la esperanza brillando en los ojos.
—Si eres bueno, quizás sí —dijo con una risita.
Condujo sin prisas. La luz matinal era suave y dorada, la ciudad apenas despertaba. Saludó a algunos conocidos, intercambió sonrisas con la dependienta del ultramarinos, y se sonrojó cuando un par de señoras mayores se acercaron a decirle lo guapo que era su hijo. Mathias no las corrigió, solo escondió su rostro, tímido, en el cuello de Camila. Ella tampoco las corrigió, solo lo abrazó más fuerte.
Revisaba una lista de productos junto a la sección de panadería, con Mathias a su lado, cuando sintió esa vibración en el aire, un sobresalto sutil, como si de pronto la atmósfera se volviera más densa. Alzó la vista y lo vio.
Allí, a pocos metros, frente a los estantes de café, estaba él. Pablo. El pasado. Su ex. El hombre del que había huido y por el que aceptó aquel extraño trabajo, tan lejos de todo, tan aislada.
Pablo la miró con una sonrisa torcida antes de que ella tuviera tiempo de escabullirse. Era alto, de hombros anchos, y llevaba la barba descuidada. Vestía ropa cara, pero su presencia era una amenaza disfrazada de cortesía. Se acercó, sin prisa, como si la estuviera esperando.
—Vaya, Camila. Qué casualidad encontrarte aquí. No esperaba verte en este barrio tan fino.
Camila sintió el estómago encogerse. Luchó por mantener el control, por sonreír con la misma naturalidad que empleaba con los demás, pero le temblaba la mano. Mathias, percibiendo el cambio, se apretó contra su pierna.
—Solo estoy haciendo la compra, Pablo. No tengo nada que decirte.
Él rio, pero la risa era hueca.
—¿Así que ahora tienes un hijo? Qué rápido olvidas.
—Pablo, el niño tiene dos años, lo que estás insinuando es literalmente imposible.
—No me digas que el mercedes de la entrada con el cacharro para bebés es tuyo, ¿te estás follando a un ricachón y cuidándole los vástagos?
Camila sintió la furia y el miedo mezclándosele en la garganta. Le tapó los oídos a Mathias.
—Déjame en paz. No tienes derecho a acercarte a mí. No quiero hablar contigo. No vuelvas a buscarme.
La gente comenzó a mirar de reojo, incómoda. Pablo bajó la voz, ampliando su sonrisa.
—¿Vas a echarme de un supermercado? ¿No crees que eres un poco dramática? Cariño, siempre has tenido problemas mentales.
Camila sintió las manos sudar.
—Vámonos, Mathias —dijo ella, cogiendo en brazos al niño, que no se resistió.
Pero Pablo no se apartó. Dio un paso al frente, tan cerca que Camila sintió el olor dulzón del aftershave mezclado con el perfume rancio de la amenaza. Bajó la voz aún más. Ella puso su cuerpo entre él y Mathias.
—¿Quién es el que te esconde? ¿Tienes miedo? ¿O te crees mejor que yo?
La escena se tensó en un segundo. Mathias, callado, levantó la cabeza y miró al hombre. Había algo en sus ojos que no era de este mundo. Una madurez triste, una calma antinatural.
—No me gusta cómo hablas con Camila —dijo, serio.
Pablo lo miró como si viera, por primera vez, que el niño existía.
—Vaya. El crío también habla. ¿No es mono? ¿Sabes quién soy yo, chaval?
Camila sintió cómo la rabia y el miedo se le subían a la garganta.
—Déjalo. Si te acercas de nuevo…
—Si me acerco de nuevo, ¿qué? —dijo con prepotencia.
Pero no le dio tiempo a nada más. Con una seriedad impropia de él, Mathias pegó un berrido que resonó en todo el establecimiento, como si alguien le hubiera dado una bofetada. Camila tuvo claro que ese berrido no era natural, porque Pablo perdió completamente el color del rostro y cinco encargados de seguridad corrieron hacia allá como si estuvieran viendo fuego.
—¿Hay algún problema aquí? —preguntó el jefe.
Pablo la miró, frustrado, con esa furia controlada que tan bien conocía Camila.
—No, ningún problema. Solo hablaba con una vieja amiga. El niño no me ha conocido y se ha puesto nervioso —dijo con la naturalidad del que está acostumbrado a mentir.
—Ya se iba —dijo Camila, y Pablo asintió.
Pero cuando se iba, le susurró al oído.
—Esto no ha terminado, Camila.
***
El temblor le duró todo el camino de regreso a la mansión. Mathias no soltó su mano ni un segundo, pero no lloró, no preguntó. Al entrar en casa, Camila lo sentó en la cocina, le preparó el vaso de leche y las galletas prometidas, y se obligó a sonreír.
Pero sus manos no paraban de temblar, y la voz se le cortaba al leer el cuento.
Lucien no estaba. Aún en letargo, era ajeno a los sobresaltos diurnos de los mortales. Camila pensó en contarle todo cuando despertara, pero el miedo la venció ¿cómo explicarle un peligro tan humano, tan pequeño y tan devastador con todo lo que estaba viviendo?, ¿acaso alguien de su época lo entendería?