El llanto silencioso de Camila era un eco de muchas noches pasadas, de aquellas en que no había nadie que la abrazara, nadie que convirtiera el temblor en consuelo, ni la vergüenza en dignidad. Lloraba en silencio, principalmente por Mathias, con la cara escondida contra el pecho de Lucien, sintiendo cómo los brazos de él la rodeaban sin apuro, sin pedir explicaciones, solo dándole su presencia, su calor, aunque fuera emocional y una aceptación silenciosa a la que estaba poco acostumbrada.
Lucien no habló al principio. Le acarició la espalda, la nuca, el cabello, hasta que la respiración de Camila volvió a encontrar su ritmo natural.
—No tienes que decirme nada si no quieres —susurró, trazando círculos lentos en la nuca de ella con los dedos—. Pero no tienes que cargarlo sola. Porque no estás sola. No conmigo.
Camila negó con la cabeza, incapaz de sostenerle la mirada.
—No quiero que pienses que estoy rota.
La voz le salió pequeña, casi la de una niña.
Lucien le apartó un mechón de la frente con delicadeza.
—No pienso eso. Nadie sale ileso de la vida. Y menos de la vida antes de encontrarse con monstruos como yo.
La broma suave la hizo sonreír, aunque las lágrimas no hubieran secado.
—Ven, vamos al salón, te sientas en el sofá conmigo, nos relajamos, yo te hago un té y me lo cuentas o nos abrazamos en silencio —dijo él, resolutivo—. Lo que tú prefieras.
Camila se dejó guiar sin oponer resistencia, durante unos minutos solo se sentó en silencio en el sofá, oyendo a Lucien trabajar en la cocina. Cuando el regresó, con una taza humeante y su chocolatina favorita junto a ella, se sentó a su lado y la rodeó con un brazo de forma protectora.
Ella buscó las palabras, mientras lo observaba en silencio, él no parecía tener intención de presionarla, solo le devolvía la mirada con una sonrisa tenue y tranquilizadora en los labios.
—Tú ya sabías que… que acepté este trabajo porque no podía más. Lo que nunca te conté fue cuánto tiempo tardé en entender que estaba huyendo. Yo pensaba que era fuerte. Que podía manejar cualquier cosa. Pero con Pablo… nunca era suficiente.
La voz se le quebró. Lucien no apuró. Esperó, apretando un poco más su abrazo.
—Al principio era perfecto. De esos hombres que te hacen sentir la única persona en la habitación. Todo eran detalles, flores, mensajes, la sensación de ser vista, escuchada, querida. Pero luego… empecé a sentir que cada pequeño fallo, cada discusión, era culpa mía. Que estaba arruinando algo precioso.
Recordar la hacía sentir como caminar descalza sobre cristales. Camila se apartó apenas, buscando el rostro de Lucien en la penumbra. Él aflojó un poco el abrazo para darle espacio, pero no se alejó ni pareció ofenderse.
—Fue sutil al principio. “No salgas con esa falda.” “¿Por qué tardas tanto en contestar?” “No entiendo por qué tienes que hablar con tus amigas todos los días.” Y yo cedía. Quería evitar las peleas, porque me parecía más fácil ceder que escucharle enfadado. Me siento tan tonta ahora...
—No lo eres —susurró él.
—Los celos crecieron sin que me diera cuenta —dijo, comenzando a sentir un leve temblor de manos—. Las disculpas llegaron después de las palabras feas. A veces después de los empujones. La primera vez que me gritó en público fue en un restaurante. Yo tenía miedo de hacerle pasar vergüenza, de que me dijeran loca, así que me quedé callada. Pero no paró. Me empujó contra una pared en un parking, me apretó la muñeca. Nadie vio nada, o nadie quiso ver.
Lucien apretó los labios, había rabia contenida bajo su expresión serena. Bajó la mirada, apenas un instante, a la muñeca de ella.
—¿Te hizo daño, Camila? —preguntó, con una suavidad que era pura tensión.
Ella asintió. Le temblaba cada vez más la voz.
—A veces sí. Pero siempre tenía una excusa, una historia triste de su infancia, un “perdóname, estaba borracho”, un “me sacas de quicio, pero te amo”. Y yo… me lo creí mucho tiempo.
>>Llegué a dejar de ver a mis amigas. Dejé de hablar con mi madre porque siempre me decía que estaba pálida, que no parecía feliz, y a mí se me revolvía el estómago. Pablo revisaba mi teléfono. Me esperaba a la salida del trabajo.
>>El día que le dije que quería terminar, me siguió hasta la casa de mi amiga Mariana y le gritó hasta que tuvo que intervenir un vecino. Esa noche, ella me encerró en su habitación y me dijo que llamara a la policía, pero yo no podía. Tenía miedo de lo que él pudiera hacer si lo denunciaba, de lo que haría conmigo o con mi familia. Me quedé un tiempo en su casa, y luego busqué un trabajo lo bastante lejos, lo bastante raro, para que no pudiera encontrarme.
>>Por eso cuando encontré tu anuncio, acepté sin pensar. Era la única salida que me quedaba, Lucien.
Lucien tragó en seco, pero ella siguió antes de que él pudiera decir nada.
—Pensé que no me darías el trabajo, que verías a una chiquilla tonta, sin mundo, que no era de fiar.
La confesión se quedó flotando en el aire, densa y amarga. Camila se secó la cara con el dorso de la mano, avergonzada.
—Siempre pensé que era fuerte. Que podía con todo. Pero no podía con Pablo.
En ese instante, Lucien se arrodilló frente a ella, sin dejar de sostener sus manos.
—Escúchame bien —le dijo, en voz baja, serio—. No eres débil. Hiciste lo que tenías que hacer para sobrevivir. Huir no es cobardía, Camila. Es instinto. Y cuando uno ha conocido el miedo verdadero, aprender a pedir ayuda, aprender a empezar de nuevo, es el mayor acto de valentía.
>>A Pablo lo vamos a mantener lejos, te lo prometo. No solo porque ahora estoy aquí yo. Sino porque nunca más vas a estar sola ante un monstruo —dijo con determinación—. No fue culpa tuya. Ser buena persona, querer, confiar, nunca es algo de lo que culpar a nadie.
Camila asintió levemente, no parecía convencida.
—Camila, yo también soy un monstruo —dijo con una mezcla de ternura y autocrítica—, la diferencia, y esto te lo juro, es que conmigo tú mandas. Si algún día tienes miedo de mí, de cualquier parte de mi mundo, solo tienes que decirlo.