Los días se volvieron un lento desfile de incertidumbre, como si una nube baja y espesa se hubiera instalado sobre la mansión y no quisiera moverse. Nada visible parecía distinto, pero Camila sentía que el aire había cambiado. La normalidad era una máscara tensa, el desayuno, las risas de Mathias en el jardín, la música suave que Lucien ponía al atardecer. Detrás de todo eso, acechaba un peligro antiguo y conocido, pero esta vez no venía de la noche ni de los secretos sobrenaturales, sino de algo aún más mezquino. La obsesión y el odio de un hombre común.
El primer sobresalto fue una carta. Camila la encontró una mañana, entre la propaganda y el periódico, en el buzón de la entrada. El sobre no tenía remitente, pero reconoció la letra enseguida. Angulosa, nerviosa, como si la tinta hubiera sido raspada en lugar de trazada. Dudó un segundo, con la carta temblándole entre los dedos, antes de abrirla.
No era una amenaza explícita. Solo frases entrecortadas, reproches, y palabras llenas de veneno.
“¿Pensabas que ibas a esconderte para siempre?”
“Sé dónde vives. No soy tonto, Camila. Sé quién es ese hombre que juega a ser tu marido.”
“¿Te crees mejor que yo? Eres una puta.”
El corazón se le subió a la garganta. Guardó la carta en el fondo de un cajón y trató de no pensar en ella. No dijo nada a Lucien esa noche, aunque notó cómo sus propias manos temblaban al preparar la cena, cómo la risa le saliera un poco más forzada. Solo Mathias, siempre alerta al cambio de humor, la miró serio, como si comprendiera más de lo que decía.
Lucien se limitó a sonreírle, sin presionar, y quitarle las cosas de las manos con suavidad.
—Ve a leer un poco con Mathias. Yo os hago hoy la cena —le dijo Lucien, acariciando su espalda desde atrás.
—Pero...
—Te prometo que no voy a quemar la casa. Confía en mí —insistió él, con una sonrisa.
Camila se masajeó el puente de la nariz con dos dedos y asintió.
—Gracias, Lucien.
Él sonrió, y ocupó su lugar, tan atento que a Camila le dolía.
El segundo golpe llegó unos días después. Un paquete, esta vez dirigido a “Señor Delacroix”. Lucien lo abrió delante de Camila, porque no tenía secretos para ella. Dentro, envuelta en una bolsa transparente, había una braguita suya, de cuando vivía con Pablo, de las que se dejó olvidadas en un cajón por irse con prisa.
Junto a la prenda, que apestaba y no a Camila, una nota escrita en letras gruesas y desordenadas.
“¿Te pones cachondo sabiendo que yo estuve ahí primero? A veces me da pena pensar que solo te quedan mis sobras. Si quieres puedo contarte a qué sabe, o puedes olerlo tú mismo. Al fin y al cabo, seguro que te gusta que tu mujercita sea tan de todos. Pásale saludos de mi parte.”
Camila sintió el estómago retorcerse de asco. El paquete, la nota, el tono, era todo tan sucio, tan humillante, que le dieron ganas de vomitar. Pero lo peor fue ver el gesto de Lucien al leerlo. Primero, la sorpresa fría; después, un silencio tan absoluto y peligroso que el aire pareció helarse en la sala.
Lucien dobló la nota con una lentitud meticulosa, casi quirúrgica, y la dejó sobre la mesa. Sus ojos, cuando alzó la mirada hacia Camila, no tenían ni una pizca de piedad.
Por un instante, Camila vio el monstruo en la penumbra de sus pupilas. El depredador antiguo, la furia contenida a base de siglos de autocontrol. Pero solo fue un destello.
Lucien cerró los ojos, apretó los labios y, al abrirlos, era otra vez el hombre que amaba, aunque la rabia le ardía bajo la piel.
—No es culpa tuya —dijo, con la voz ronca, oscura—. Esto es cosa de un cobarde que solo puede atacar desde la distancia.
Camila sintió la vergüenza en la piel, pero también una oleada de gratitud hacia Lucien.
—Yo... lo siento tanto, Lucien —balbuceó—. No sabía que tenía eso... yo...
Lucien se acercó a ella y la rodeó con los brazos. Cariñoso, firme como siempre.
—No va a pasar nada. No voy a dejar que te haga daño —dijo, la voz muy baja, apenas audible, como una plegaria—. Y no me pidas disculpas por lo que no has provocado tú.
Pero Camila sabía que el miedo era más rápido que las promesas. No era tanto lo que Pablo pudiera hacer, sino lo que podía descubrir. Si Pablo los vigilaba, si miraba demasiado de cerca, si notaba los horarios imposibles de Lucien, las cortinas siempre cerradas, que eran solo ella y Mathias hasta el atardecer… Bastaría un solo vistazo bien dirigido para deshacer en minutos todo el esfuerzo, toda la protección tejida en torno al niño y a ella.
Comenzó a sentir miedo de salir. Al principio, era solo una sombra. Miraba dos veces antes de cruzar la calle, alzaba la vista en el mercado, evitaba los lugares donde pudieran cruzarse con Pablo. Luego fue más que eso, empezó a posponer los paseos, a inventar excusas para que Mathias no pidiera salir. Lucien intentaba calmarla, la abrazaba con ternura, le repetía una y otra vez que nada malo iba a ocurrir, que él no permitiría que Pablo cruzara la línea.
Pero la ansiedad crecía, incluso dentro de la mansión. Camila empezó a soñar con puertas abiertas, con pasos en el pasillo, con el timbre sonando a medianoche y nadie al otro lado. Un día encontró un coche desconocido aparcado frente a la verja, que resultó ser solo un repartidor. Otro día, creyó ver la silueta de Pablo en una esquina, mirando hacia la casa, aunque no pudo asegurarlo.
Lucien se mostraba cada vez más atento, más comprensivo. La escuchaba durante horas, sin apuro, nunca minimizaba el temor, nunca se reía de sus presentimientos. Cuando notaba que el miedo la asfixiaba, la sacaba a la terraza, le hablaba de las cosas bonitas de otras épocas, de música, de sus libros preferidos, llenando el aire de otra realidad, más bella y lejana.
Pero en la quietud de la noche, cuando Lucien creía que ella dormía, la oía levantarse a revisar las ventanas, o volver a asegurar las cerraduras, y entonces él volvía con ella a la cama y así podía volver a conciliar el sueño.