La noche olía a lluvia reciente y a asfalto frío. Lucien caminaba con Mathias de la mano, siguiendo el trazado irregular de las calles comerciales, donde las farolas iluminaban escaparates tibios y relucientes. Llevaba en mente un único objetivo. Encontrar el regalo perfecto para Camila, que se había quedado en casa, tranquila y descansando.
No necesitaba ser costoso, Lucien sabía que ella despreciaba la ostentación vacía, sino algo que ella pudiera sostener, tocar, y sentir que había sido elegido solo para ella. Un gesto de gratitud por todo lo que estaba soportando, por haberles traído a él y a su hijo tanto cariño.
Mathias, entusiasmado con la misión, se detenía en cada escaparate.
—¿Crees que le gustará un collar? —preguntó, señalando una joyería.
Lucien sonrió.
—Tal vez. Pero hoy quiero encontrarle algo que hable de lo que ella es, no solo de lo que lleva puesto.
El niño asintió, aunque pronto se distrajo con una tienda de música. La fachada estaba iluminada, con vinilos enmarcados y un piano antiguo junto a la entrada. Lucien se inclinó para mirarlo.
Fue en ese instante cuando lo oyó.
—Vaya, vaya, eres el nuevo novio de Camila, ¿me equivoco?
La voz era áspera, con un deje burlón que Lucien no había oído antes, pero que ya aborrecía. Se giró despacio y lo vio. Intuyó, sin que nadie se lo dijera, que era Pablo.
Estaba de pie bajo la luz amarillenta de una farola, con las manos en los bolsillos y una sonrisa torcida. Vestía como si quisiera aparentar éxito, chaqueta cara y zapatos pulidos, pero sus ojos revelaban una mezquindad que ningún traje podía disfrazar.
Lucien no respondió. Su instinto fue medirlo, sopesar la amenaza, calcular la distancia. Mathias apretó su mano, inquieto. Lo recordaba, igual que Pablo a él. Lucien entendió en seguida que eso era lo que había reconocido el hombre, a su propio hijo.
Pablo no necesitaba invitación para seguir hablando.
—Así que tú eres el que se la tira ahora. —La frase salió con veneno—. Me han dicho que vives bien… claro, con una chica así en la cama, cualquiera está feliz.
Lucien sintió la tensión reptar por su espalda. No dijo nada inmediatamente; sabía que, si abría la boca, la bestia podría asomar. Pero Pablo sonrió, viendo el silencio como debilidad.
—No sabía que te gustaban las sobras, amigo. Porque eso es lo que es Camila. Sobras. Mías. Yo la hice mujer, ¿sabes? Antes de mí, no sabía ni cómo complacer a un hombre.
—Vas a medir tus palabras delante de mi hijo —dijo Lucien con una calma tan controlada que no sonó ni humano.
—Con lo que grita en la cama, imagino que habrá oído cosas mucho peores.
Mathias frunció el ceño, mirándolo con una incomprensión dolida, adelantándose hasta a su padre para contestar.
—No hable así de Camila —dijo el niño, con la voz firme.
Pablo se rio. Una carcajada seca que casi parecía forzada.
—Míralo, más valiente que el padre. Supongo que Camila le habrá lavado el cerebro, para criar hijos igual sí que vale.
Lucien bajó la mirada un instante, cerrando los ojos. Si no fuera por la pequeña mano de Mathias en la suya, ya tendría a Pablo contra el escaparate. Se imaginaba mil escenarios violentos y todos acababan con sus colmillos hundidos en la yugular de ese pequeño hombre.
La imagen le atravesó la mente con la claridad de un instinto reprimido. Escuchó el latido frenético de Pablo, la sangre caliente de sus venas y el dulce silencio eterno que seguiría. Bastaba un paso, un segundo de abandono. La bestia en su interior rugía. Le decía que esta vez era justo, que no sería un monstruo si lo hacía.
Pero no podía. No con Mathias allí. No con Camila esperando en casa, creyendo que podía confiar en él para mantener la calma.
—Vámonos —dijo Lucien, con una voz tan controlada que parecía hielo.
Pablo dio un paso más cerca, oliendo la tensión como un perro callejero.
—Seguro que te lo hace creer todo, que eres único, especial. Pero me lo decía también a mí, ¿sabes? Y me rogaba que no la dejara. Siempre vuelven a por más.
—Te lo advierto una sola vez, y espero que te entre bien en la cabeza.
Lucien se inclinó apenas hacia él, lo justo para que Pablo viera la intensidad helada de su mirada, un leve atisbo sobrenatural.
—No vas a volver a hablar así de ella —advirtió Lucien, su voz sono grave y mecánica.—. Ni hoy, ni mañana, ni nunca.
El vampiro no dijo nada más. Sujetó a Mathias con más fuerza y comenzó a caminar. Pablo gritó algo más detrás, palabras sucias que se perdieron entre el murmullo de la ciudad, pero Lucien no se volvió.
Cada músculo de su cuerpo ardía con rabia contenida. Sentía el roce de la bestia, como garras invisibles rascándole por dentro. El hambre era físico, no de sangre sino de justicia violenta, de arrancar la voz de quien había osado mancillar el nombre de Camila en presencia de su hijo.
Solo cuando doblaron dos calles y el silencio fue seguro, Lucien se agachó para mirarlo a los ojos.
—Mathias, quiero que me prometas algo.
—¿Qué?
Lucien sostuvo la mirada, serio pero suave.
—No le digas nada de esto a Camila. No quiero que se preocupe, ¿de acuerdo? Ella ya tiene suficiente en la cabeza. Esto es entre tú y yo.
El niño dudó.
—Pero él dijo cosas feas. No es justo que Camila no sepa.
Lucien acarició su cabello.
—Tienes razón. No es justo. Pero a veces proteger a alguien significa cargar uno mismo con lo injusto. Y ahora, necesito que confíes en que yo me encargaré —dijo con una voz suave que nada tenía que ver con la que había usado antes.
Mathias lo miró un segundo más, y luego asintió.
—Lo prometo.
Lucien se irguió y lo cargó en brazos, besando cariñosamente su frente.
—Vamos a encontrar ese regalo. Uno tan bonito que Camila no pueda pensar en nada más cuando lo vea, y otro igual de bonito para ti.
Mientras reanudaban la búsqueda, Lucien sintió que el nudo en su interior no se aflojaba. Había cumplido la promesa de no reaccionar frente a Pablo, pero no podía prometer que, si volvía a cruzarse en su camino sin el niño delante, sería capaz de contenerse otra vez.