La madrugada envolvía la mansión en un silencio denso, roto solo por el rumor de la lluvia ligera sobre los ventanales del salón. Las cortinas no estaban del todo cerradas; la penumbra jugaba con las luces de una lámpara baja, dibujando sobre las paredes las siluetas enlazadas de Lucien y Camila. Habían empezado despacio, como siempre desde que el miedo de ella había cedido, pero esa noche había urgencia. Tal vez porque la tensión de las últimas semanas se acumulaba, o porque, en la penumbra, Camila se sentía completamente suya.
Lucien la sostenía contra el respaldo del sofá. Sus cuerpos estaban encajados, y él tenía las manos firmes en sus caderas. Sus labios recorrían el cuello de Camila sin prisa, su pulso, el hueco de su clavícula, mientras sus embestidas eran lentas pero profundas, como si cada una buscara anclarla más a él. Camila arqueaba la espalda, jadeando, enredando los dedos en el cabello de Lucien, pidiéndole más sin palabras.
—Eres mía —susurró él, con la voz rota por el deseo—. Mía en cada aliento, en cada latido. Y yo tuyo.
Ella sonrió entre gemidos.
—Siempre.
La lluvia se intensificó. Ninguno de los dos lo notó. Tampoco vieron, más allá de la verja, la figura inmóvil bajo un chubasquero, ni el brillo lejano de unos prismáticos. Pablo observaba desde la oscuridad, con los nudillos blancos de tanto apretar el metal.
Había seguido a Camila otras veces, había fantaseado con irrumpir allí y llevársela a rastras aunque fuera; pero verla así, desnuda, entregada a otro hombre, era más de lo que su ego podía soportar.
Lucien hundía el rostro en el cuello de Camila, mordiéndole suavemente la piel, cuando un golpe seco retumbó en la puerta principal. Se detuvieron, sin separarse, como si todavía dudaran de si había sido el viento o su imaginación.
Un segundo golpe, más fuerte, disipó cualquier posible duda. Camila se tensó al instante.
—¿Qué…? —empezó a decir, pero Lucien ya se había apartado de ella, con los sentidos alerta. Se levantó, se puso los pantalones y se abrochó apenas la camisa y le hizo un gesto para que lo siguiera.
—Quédate detrás de mí —ordenó, con una calma peligrosa.
La puerta volvió a sacudirse. Camila y Lucien temieron que Mathias se despertara. Ella buscó su vestido en el suelo, le temblaban las manos cuando se lo puso a duras penas.
—¡Camila! —La voz de Pablo llegó, borracha de rabia—. Abre de una puta vez. Ya sé lo que estás haciendo ahí dentro, zorra.
Camila sintió que la sangre le huía del rostro. Lucien se volvió hacia ella, y en sus ojos no había ni sombra de duda. Abrió la puerta de golpe.
Pablo estaba empapado, con los prismáticos aún colgando de su cuello. Sus ojos pasaron de Lucien a Camila, y la sonrisa torcida volvió.
—Qué escena tan bonita… —escupió—. ¿Te la estabas follando en el sofá mientras tu hijito duerme? Qué padre tan ejemplar, aunque no me extraña. Ella siempre fue buena para abrirse de piernas.
Camila dio un paso atrás, como si cada palabra fuera un bofetón. Lucien no se movió, pero su respiración se volvió más lenta, más profunda. Estaba haciendo un esfuerzo que ni Camila, ni Pablo comprendían, para no lanzarse a él como un animal.
—Te di una advertencia —dijo, y su voz era grave, como si le costara recordar cómo hablaban los humanos—. No vuelvas a nombrarla así.
Pablo se rio.
—¿O qué? ¿Vas a pegarme? ¿A matarme? No tienes cojones, todo lo que tienes es dinero y cara de pijo muerto de hambre.
Lucien avanzó un paso, saliendo de la casa. La lluvia le resbalaba por el rostro, pero no parpadeaba. No le molestaba. No parecía notarlo.
—Te dije que era una advertencia única. Y la has ignorado —dijo, con una voz sin modulación, muy poco humana.
Pablo abrió la boca para replicar, pero Lucien ya estaba sobre él. Lo agarró por el cuello con una mano, levantándolo del suelo como si no pesara nada. Pablo pataleó, intentó golpearlo, pero los dedos de Lucien se cerraban como un cepo. Por un instante, bajo la luz débil de la entrada, Camila lo vio. Los colmillos asomaban entre sus labios, sus ojos, normalmente azules, eran tan negros que el iris había desaparecido. La fuerza con la que lo mantenía en el aire con un solo brazo, era indudablemente inhumana, y ese gesto de depredador contenido a duras penas.
—Lucien… —dijo, sin saber si pedirle que parara o que terminara.
No tenía miedo por Pablo, tenía miedo del Consejo, de que lo matara y se metiera en un lío, de que Lucien se sintiera culpable después, de que Mathias despertara y viera la escena.
—Nunca —susurró Lucien a Pablo, con una voz que cada vez era menos humana—. Nunca vuelvas a mirarla. Nunca vuelvas a hablarle. Porque si lo haces, no habrá lugar en este mundo donde puedas esconderte de mí. No vivirás para ver una puta noche más.
Lo soltó de golpe. Pablo cayó al suelo, tosiendo, con las manos en el cuello. Tenía unos moratones muy feos alrededor del cuello, parecía que había intentado ahorcarse. No parecían marcas de dedos humanos.
Se arrastró hacia atrás, con los ojos abiertos de par en par, como si algo en aquella mirada le hubiera revelado que Lucien no era un hombre al que pudiera entender.
—Estás loco… —balbuceó, antes de levantarse tambaleante y huir hacia la lluvia.
Tosía y se tropezaba mientras intentaba enderezarse. Lucien lo observó desaparecer, respirando hondo para obligar a la bestia a retroceder. Le temblaban las manos. Había estado tan cerca de apretar completamente el agarre y acabar con todo... Había sentido en las yemas de sus dedos le pulso, cada vez más rápido y desesperado de Pablo, y eso no había hecho más que aumentar su rabia y deseo de sangre.
La puerta seguía abierta, el agua formaba un charco en el vestíbulo. Lucien estaba empapado. Los mechones de pelo le caían por el rostro y los ojos pero él no parecía molesto. No podía apartar la vista del lugar por el que Pablo había huido. Casi parecía que en cualquier momento iba a echar a correr en esa dirección y acabar el trabajo.