Las semanas siguientes a la carta del Consejo dejaron una sensación agridulce en Camila, como si esperara una desgracia que nunca llegaba a pasar.
No hubo visitas nocturnas, ni más cartas, del Consejo o de la policía; solo ese silencio expectante.
En la superficie, la vida siguió. Mathias memorizó nuevas palabras, Camila reorganizó algunas estancias, haciendo la casa más suya, y Lucien se relajó, disfrutando de la compañía de ambos.
Pablo, entretanto, había elegido su guerra, y lo hacía de una forma que había sorprendido a Camila. Hablaba solo y grababa su voz, la subía en ráfagas a foros donde las teorías conspiratorias eran la norma y a múltiples canales en todas las redes sociales que se le ocurrían.
Hablaba de lo que él llamaba “indicios”. Los horarios imposibles del dueño de tal y cual persona, las entregas siempre nocturnas de un famoso, las casas con cristales espejados de un barrio en la capital, una foto que él mismo tomó con el móvil, con un zoom absurdo, en la que se adivinaban dos siluetas entrelazadas frente a una lámpara encendida.
A veces reaccionaba a vídeos de otros teóricos de la conspiración y otras hablaba, sin dar nombres, de Lucien y Camila.
—No es normal —decía, como si su audiencia debiera saber a quién se refería—. Ningún millonario vive así sin un motivo. Y la mujer...
Se le quebraba el tono, y recomponía la mueca.
—La tiene encerrada. Él es un depredador nocturno. Literal que sí, bro. Ella no era así.
El algoritmo, ese dios ciego que decide a quién escucha el mundo, no lo bendijo. Sus publicaciones recibían un puñado de comentarios, mayormente de burla, y luego caían en un sumidero de enlaces.
Además, cuando, por casualidad, algún grupo trasnochado se enganchaba a su historia, aparecía otra marea, de cuentas discretas, pulcras, que ponían en duda cada una de sus frases, pedían pruebas, señalaban incoherencias, o llamaban la atención sobre el acoso anterior y sobre la orden de alejamiento recién dictada por un juzgado.
A veces, su post desaparecía por “violación de normas”. O por denuncias masivas. A veces, quedaba, pero enterrado bajo respuestas que se respondían entre sí con cortesía quirúrgica.
Iván trabajaba como siempre, y no solo para Lucien, sin hacer ruido.
No tenía necesidad de deslizar colmillos cuando el mundo mortal ofrecía herramientas más eficaces. Como abogados, reclamaciones por derecho al honor, takedowns cautelares o empresas de reputation management que regaban de luz limpia cada esquina donde Pablo quería sembrar sombra.
El hombre gritaba; los monstruos le reían la gracia.
Incluso el Consejo, al tanto de todo, apenas alzó una ceja. En una sesión privada, Sigrid Falken zanjó el asunto con una única frase.
—Los mortales desvarían cuando el amor les queda grande. Mientras no cruce la reja, es un perro que ladra. Y ya sabemos cómo suena eso.
Pero una semana después, Pablo cruzó la reja.
El día había amanecido cálido, después de una semana de lluvias. Camila madrugó con la intención de prepararle un buen desayuno a Mathias, con tortitas y fruta fresca cortada mona, hizo la lista de la compra, puso una lavadora y tendió la ropa antes incluso de que el niño despertara.
Y Lucien la ayudó hasta que tuvo que retirarse a descansar forzosamente.
—Menudo madrugón, Cami —le dijo mientras se secaba las manos del fregadero—, pero no me voy a quejar. Me gusta verte despierto antes de tener que cerrar los ojos.
Camila le besó la mejilla sabiendo que, hasta el atardecer, la casa le pertenecía a la luz y, por tanto, no a las criaturas como Lucien.
Mathias, cuando despertó, ayudó a regar los jazmines tras el desayuno. Más tarde, dibujó e inventó naves con los bloques. Camila intentó leer; pero el pequeño no la dejó, al menos hasta que lo puso a dormir la siesta en brazos de su padre. Lucien sabía que Camila hacía eso, aunque no se enterara en el momento, y a Mathias le encantaba.
A las tres y veinte de la tarde, el timbre sonó.
No fue un timbrazo, sino una pulsación sostenida, impertinente, como si el dedo no quisiera separarse del botón. Camila sintió una tensión extraña. No tenía envíos pendientes y era una forma muy rara de llamar.
El timbre cesó. Un golpe en la verja tomó su lugar. Luego, otro. Y otro. Camila se levantó y fue a la ventana lateral, apartó con dos dedos la cortina.
Pablo estaba allí.
Llevaba una camiseta vieja, un vaquero sucio y gafas de sol. Tenía el cabello enmarañado, la mandíbula rígida, y caminaba frenético. Camila pensó que se había drogado, y pensó en seguida que Lucien estaba, irremediablemente, inconsciente.
La orden de alejamiento que tenía hacia él le parecía, de pronto, un papel ridículo.
Se agachó para no ser vista. El interfono estalló.
—¡Camila! Abre —gritó—. Sé que estás ahí. Abre ahora o te juro que entro.
Camila no sabía si iba armado, no le había dado tiempo a mirar tanto. Llevaba algo en la mano, pero podría ser cualquier cosa.
—No puedes estar aquí —dijo Camila, y ni ella reconoció la firmeza en su propia voz—. Vete. Hay una orden.
—¡Estás enferma! ¡El peligro no soy yo! ¡Es esa puta bestia! —respondió él, y rio de esa manera quebrada que la memoria de ella conocía bien—. Me la pela la puta orden de alejamiento ¿Te crees mejor que yo? ¿Qué va a hacer tu monstruito a esta hora? Sal. Tenemos que hablar.
Camila respiró hondo. La casa parecía haber reducido su tamaño.
Pensó en llamar a la policía, pero no sabía cómo explicar que Lucien no estaba muerto, aunque ni se moviera, ni respirara, ni tuviera pulso. Tampoco podía esperar porque si Pablo entraba, los tres estaban en un grave peligro. Atrancó la puerta con su propio cuerpo.
Pablo tomó carrera y embistió la puerta principal. Camila aguantó. Pensó en Mathias. Oh, dios mío, lo va a despertar se dijo.
Buscó, desesperadamente, algo con lo que defenderse si llegaba a conseguir colarse en la casa. Le dolía todo el cuerpo.