Mathias no sospechaba nada. Jugaba tranquilo en la planta de arriba. Camila había intentado hacerlo parecer un juego. Había hecho una tienda de campaña con sábanas, había puesto lucecitas, había bajado las persianas, y ella le subía todo lo que pedía.
Para ella, sin embargo, las horas se deslizaban despacio. No paraba de mirar el reloj. No veía la hora en que Lucien despertara por fin.
Camila no había llorado en ningún momento. Le temblaban los dedos, le dolía la nariz y tenía un hilo de piel enrojecida en el dorso de la muñeca derecha, donde el calor le había besado demasiado cerca.
El olor a gasolina y piel quemada se pegaba al paladar. La mente le iba a mil por hora.
—¿Todo bien? —preguntó Mathias en una de las ocasiones en las que miró el reloj, con esa seriedad que no le pertenecía a un niño de dos años.
Camila sonrió, o lo intentó, le limpió la comisura de un resto de galleta y, sin responder, lo abrazó; lo apretó tanto que el niño la abrazó también, como si entendiera que ella lo necesitaba. No le dijo nada. No habría sabido explicarlo a un niño tan pequeño.
El niño, en su inocencia brillante intentaba jugar con ella y estuvo especialmente cariñoso. Ella le acarició el cabello en círculos, hasta que el mundo fue sólo ese vínculo adoptivo y los latidos minúsculos de una criatura que aún no conocían la palabra “culpa”.
El atardecer rozó la línea de las tejas y, como cada noche desde su renacimiento, Lucien abrió los ojos.
Despertó sin sobresalto, con una alerta fría imposible para un humano. Y lo supo antes de ponerse en pie, lo supo en la lengua y en los pulmones. No era humo de chimenea o de fogón de cocina. El olor que sentía era más bajo, más espeso, y, muy a pesar de él, más tentador. Olía, entre el humo y la carne, a sangre humana muerta. Y a la sangre de Camila.
Subió los peldaños sin tocar la baranda, mirando el aire como si hubiera algo escrito en él. Abrió la puerta del cuarto donde estaban Camila y Mathias, guiado como un animal, por el olor. El niño salió de la tienda improvisada, levantó la cabeza, feliz, y estiró los brazos.
—¡Papá!
Lucien, cambió su expresión a una sonrisa y se arrodilló y lo besó en la frente. Le acarició la mejilla con una ternura automática. Sonrió al castillo de almohadas.
—Gracias a los dioses —susurró al verlo bien.
Luego alzó la vista, y la encontró a ella.
Camila no decía nada. Tenía la mirada en calma, pero esa clase de calma que tienen sólo los que están al borde de romperse. Tenía el labio hinchado, del puñetazo de Pablo. Cuando vio a Lucien, dio un paso hacia él, otro, y se derrumbó sin sonido en su pecho, como si por fin el cuerpo hubiera dado permiso a la mente para dejar de luchar.
—Estás aquí —dijo él, muy despacio, sosteniéndola con cuidado, y una relajación evidente—. Tú también estás aquí.
Camila intentó hablar; lo que salió fue un sollozo bajo, casi mudo. Luego otra respiración que fue un “sí”, y después un “lo siento” en forma de temblor.
—Shh —murmuró Lucien, cubriéndole el rostro de besos—. No tienes nada que lamentar. Estás viva.
Mathias miró esa escena con la sabiduría irreverente de los niños, no lo entendía, pero entendía que su padre arreglaría la situación. Bastó con que su padre le guiñara un ojo y señalara el castillo. El niño, obediente, volvió a la tienda de campaña a colorear el dibujo que tenía a medias.
—Ven —dijo Lucien a Camila, y la condujo fuera, entornando la puerta tras de sí.
El pasillo olía a humo, al menos para los sentidos agudos de Lucien. Él la apoyó contra la pared, a contraluz del ocaso, y la sostuvo por los hombros. No le preguntó “¿qué ha pasado?” porque lo intuía; no le dijo “tranquila” porque sabía que eso no funcionaba. La miró con una seriedad llena de amor, que era lo único que podía ofrecerle.
—Voy a bajar —dijo—. Quédate con Mathias ¿Dónde está?
—En la puerta de la cocina —balbuceó Camila.
Lucien acarició su rostro como respuesta.
—¿Te traigo hielo para el labio, mon amour?
Camila asintió; luego negó, como si cada gesto contradijera al anterior.
—Fue en defensa propia —susurró, y por fin la frase cobró cuerpo—. Te juro que… Lucien, te juro que no pensé. Solo... no sabía cómo protegeros al niño y a ti.
—No tienes que jurarme nada —respondió él—. Te creo antes de que hables. Ahora descansa. Yo me ocupo.
Bajó. Lo hizo sin ceremonias. Mecánico.
En el vestíbulo, y conforme se acercaba a la cocina, el olor era cada vez más denso. Abrió la puerta que daba al jardín trasero y el atardecer le golpeó la cara con una luz oxidada. La hierba, húmeda de horas, tenía un borde oscuro. El resto, aquello que había sido “acontecimiento”, no necesitaba contemplarse para ser percibido. Lucien no miró durante mucho tiempo. Miró lo justo para que sus ojos entendieran lo que el aire ya había contado.
No mostró ninguna expresión de asco o disgusto. Solo repasó mentalmente los pasos que tenía que seguir desde ese momento para arreglar la situación.
Camila lo esperaba abrazando al niño, que miraba unos dibujos en el móvil en sus brazos.
—Lucien…
—Tranquila —la interrumpió con dulzura—. Voy a ayudarte a solucionarlo.
—No sé qué hacer —dijo ella.
—Voy a llamar a Iván —dijo él—. Y después, hacemos el trabajo. Todo, paso a paso.
—Pero Iván... —comenzó ella.
Lucien negó con la cabeza.
—Iván está de nuestra parte. Te lo prometo. Puedes confiar en él tanto como en mí.
Camila no replicó, y Lucien sacó el teléfono. Iván respondió al primer zumbido, como era su costumbre.
—Necesito que vengas a mi casa, ha ocurrido un incidente.
—¿Estáis todos bien? —preguntó Iván, ignorando completamente que no había recibido ni un saludo.
—Perfectamente —respondió Lucien—. Ven por el patio interno, por el bosque, y me ahorraré darte unas cuantas explicaciones.
Hubo un silencio, luego un suspiro que no era resignación sino logística.