Amarás la noche

Capítulo 33: De cero.

Durante días, el jardín trasero fue un borde que Camila no cruzó. Bastaba con abrir la ventana del corredor para que un hilo de olor, que ni Lucien ni Mathias podían oler, se colara en su memoria sin permiso.

La desaparición de Pablo apenas salió las noticias. Fue magistralmente silenciada. Nadie se interesaba por un adulto desaparecido. Ni los padres de Pablo podían relacionar a Camila, que ahora vivía con otro hombre fuera de la ciudad y no sabían la clase de hombre que era su hijo, con el suceso.

Lo peor no era el recuerdo del fuego, sino la eficacia ajena. Lo que perturbaba a Camila era esa soltura elegante con la que los vampiros habían aprendido, con siglos de práctica, a ordenar el caos de la muerte. Cada gesto quedaba colocado en una repisa limpia. Una notificación a tal abogado, unas cortesías con el inspector del caso, una llamada a tal cadena de televisión… La tragedia, a su alrededor, parecía algo que podía archivarse y guardarse en un cajón.

Camila, que había sostenido la mirada del fuego, se descubrió, de pronto, rodeada de manos que sabían demasiado de finales. Y eso, más que el acto mismo, la estremeció.

Las noches siguientes durmió poco. El sueño llegaba a sacudidas, como si fuera un animal esquivo que solo a veces se dejaba acariciar. Por la mañana, el agua de la ducha olía, durante un segundo cruel, a queroseno; y el vapor, a humo. Se ponía las manos bajo el chorro, y recordaba a Lucien lavándole la quemadura.

Con Mathias no faltó a una sola promesa, lo adoraba, no le faltaba una sonrisa o un abrazo para él. Le cocinaba con el mismo amor de siempre, le leía cuentos y jugaba con él.

El primer atardecer en que se atrevió a ver el jardín fue desde arriba. El piano de la azotea la llamó. No era una pieza luminosa ni triste. Subió en silencio, con los pies descalzos. Lucien dejó de tocar cuando la vio aparecer en el marco, pero ella negó con la cabeza y le hizo un gesto para que continuara. Se acercó sin prisa. La terraza olía a flores nocturnas y a lluvia reciente.

—¿Te molesta que toque? —preguntó él, muy bajo, para no romper el hilo.

—Me consuela —dijo ella, y se sentó a su lado en la banqueta, cadera con cadera—. Pero quiero hablar contigo cuando termines.

Lucien cerró el motivo con tres notas suaves y apoyó los dedos sobre las teclas como si fueran agua.

—Háblame —pidió.

Camila miró la ciudad a lo lejos; las luces parecían imitaciones baratas de estrellas.

—No puedo respirar aquí —dijo, y el aquí fue más que una casa, más que un jardín—. No hablo de hoy ni de mañana. Hablo de dentro de mí. La casa huele a ceniza aunque juréis que no, y yo… —sonrió sin alegría—. Yo no sé qué hacer con la parte de mí que hizo lo que hizo.

Lucien giró ligeramente el cuerpo hacia ella, escuchándola con atención.

—Me repito defensa propia como si fuera una oración, y lo creo. De verdad. Pero cuando te vi moverte con tanta claridad, llamar a Iván, ordenar el mundo… —se detuvo, buscando una palabra que no fuera injusta—. Me sentí rodeada de expertos en terminar historias. Y yo, no sé si quiero vivir en una casa donde todos saben exactamente cómo se acaba todo.

Lucien no se apartó. La escuchó con el cuerpo quieto y la mirada abierta.

—¿Te asusta que me sea fácil? —preguntó al final.

—Me asusta que lo sea para todos los tuyos —respondió—. Me asusta que, sin querer, me vuelva uno de vosotros en lo peor. Que aprenda a doblar una tragedia con esa limpieza.

Lucien asintió mínimamente con la cabeza.

—Y hay otra cosa —añadió, más bajo—. Quiero irme lejos. Muy lejos. Pero tengo miedo de pedirte algo que te arranque de donde viviste con Elaine. De tu casa. De lo que fuiste con ella.

El nombre de su difunta esposa flotó un segundo entre ellos. No dolía como antes; era como un objeto suave, con el filo gastado, que ya no cortaba.

Lucien cerró el piano con delicadeza y miró más allá de ella por un instante.

—No es fácil para ninguno de los míos —corrigió con ternura—. No es lo mismo hábito que facilidad. Este hábito nos salva muchas veces. Lo odio más de lo que te imaginas. Y si lo usé ahora fue porque tu vida valía más que mis escrúpulos.

—No he dicho que no lo entienda —dijo ella, apartando la vista—. Solo no quiero aprender a ser así.

—Ni yo quiero que aprendas —añadió él, y los ojos se le humedecieron con una emoción que no puo ocultar—. No quiero que la noche te adiestre en sus trucos. Si te quedas conmigo, que sea para enseñarme a desaprender, no al revés.

Camila lo miró a su vez, sorprendida por la claridad.

—¿Y Elaine? —se atrevió—. Esta casa…

Lucien apoyó la palma sobre la madera del instrumento.

—Elaine no es una casa —dijo—. Es una vida que ocurrió y me cambió. Si me quedo aquí, es por inercia y por cobardía, no por devoción. Creí que, si me movía, la traicionaba. Pero ahora entiendo que traiciono más quedándome quieto, me niego la vida que tengo y te retengo en lo que ahora consideras un mausoleo.

Alzó la vista, y puso una mano en el rostro de Camila, con suavidad.

—Si tú quieres irte, yo me voy contigo. Mi casa no son cuatro paredes, sois tú y Mathias. Sois mi familia.

El silencio que siguió no fue tenso, sino hondo. La terraza pareció abrirse un poco.

Camila rompió a llorar y se abrazó a él, que la recibió en sus brazos sin dudar un instante.

—Está bien, Camila, sácalo todo. Estoy aquí —Susurró Lucien, con suavidad.

Camila bajó la mirada a sus manos.

—No quiero ser motivo de exilio —dijo—. Quiero ser tu casa.

—Ya lo eres —respondió él, tan simple que la frase la atravesó como luz.

Se quedaron un rato escuchando la ciudad, abrazados. Los recuerdos de Camila, obedientes, fueron saliendo a escena. El mechero, el hilo azul del fuego, los golpes. No apartó la vista. Los vio con él al lado, y la imagen, contra todo pronóstico, perdió volumen.




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