Amarás la noche

Capítulo 34: Casa nueva, hambre vieja.

Llegaron a su nuevo hogar poco después de la medianoche. Lucien conducía, y Camila estaba sentada atrás con Mathias, que dormía desde hacía una hora o más.

El pueblo, de calles estrechas, cal pintada a brochazos y buganvillas que adornaban las esquinas, parecía ideal para recomenzar.

La casa que eligieron no tenía historia en sus paredes, o si la tenía, no tenía nada que ver con ellos. Era una casa blanca con patio interior, dos azoteas y un jardín mínimo que se asomaba a un acantilado. A esa hora, el viento olía a sal, a dama de noche y a césped recién cortado.

La mudanza no fue sencilla. Habían enviado cajas por mensajería días antes; ellos trajeron solo lo indispensable. La muñeca de trapo de Mathias, dos maletas con ropa, el libro de cuentos más gastado, una caja pequeña con fotografías que no tenían marco, y las ganas de empezar de cero.

—Huele a limpio —dijo Camila al bajar del coche, mirando a Lucien de reojo.

Mathias se despertó cuando aparcaron, y corrió por el patio como si lo conociera de antes, tocando con la palma la cal de las paredes y señalando al mar con una sonrisa.

En el dormitorio principal, una gran ventana daba al acantilado. Era la habitación con menos luz, pero a Camila no le importaba, le gustaba la vista. La de Mathias, por seguridad, daba al lado contrario.

Los nuevos vecinos llegaron a saludar esa misma noche. Primero, Inés, una mujer de cuarenta y tantos, con el mandil lleno de harina y los ojos atentos. Les llevó una cesta de pan y una sonrisa franca.

—Bienvenidos —dijo, sin preguntas—. Esto es por si no les da tiempo a cocinar. Las mudanzas siempre son cansadas.

Luego apareció Rodrigo, su marido, con una caja de verduras del huerto y una broma ligera sobre el viento del norte. Detrás de ellos se asomó el hijo, Nico, un adolescente que arrastraba una tabla de surf y saludó con timidez antes de guardar la madera en el garaje de sus padres.

La cotidianeidad de la escena, el pan aún caliente, las voces bajas, la risa que no imponía confianza sino que la ofrecía, hizo que Camila aflojara un músculo que no sabía que tenía contraído.

Lucien no estaba acostumbrado, ni le gustaba, tanta familiaridad con los vecinos, porque para su naturaleza siempre era un problema, pero ver a Camila tan feliz hizo que él mismo se relajara.

Esa primera noche fue un ejercicio de ocupación lenta. Colgaron dos camisas, extendieron las sábanas nuevas, buscaron un lugar para el piano portátil de Lucien y acostaron a Mathias, que se durmió sin protesta, agotado por la emoción.

Camila y Lucien se quedaron en la azotea, mirando cómo la bruma borraba los límites de las cosas.

—Aquí puedo respirar —dijo ella, y él asintió, sin palabras.

***

El accidente ocurrió la segunda noche, cuando todavía estaban colocando cosas. Habían dejado la puerta del patio entreabierta para que el sonido del mar hiciera de arrullo. Mathias dormía. Camila y Lucien guardaban trastos en la cocina cuando el grito atravesó el aire. Fue un sonido breve y feo. Le siguió un “¡Nico!” que venía de la calle, después el golpeteo de unas sandalias corriendo.

Lucien se inmovilizó un segundo. No fue miedo; fue instinto. Ese grito traía consigo otra cosa. Un trazo de sangre en el aire, un acorde que su cuerpo reconocía al margen de su voluntad. Camila ya estaba en la puerta.

—Voy a ver —dijo—. Tú…

—Voy contigo —la cortó él, y su voz fue pura tensión.

Junto al bordillo de la esquina había una scooter caída, con una rueda aún girando. Nico estaba en el suelo, pálido, con el gemelo abierto por un tajo limpio y hondo, y la sangre formando un abanico oscuro en los adoquines. Inés estaba de rodillas, apretando con las manos un paño inútil, mirando a todas partes a la vez.

—Se cruzó un gato —balbuceó—. Se cortó con la matrícula. Dios, mi niño…

Lucien se arrodilló sin pedir permiso, con un gesto silencioso y completamente mecánico. El olor le golpeó como una ola. Era tan intenso que le pareció escuchar cómo se le estiraban las fibras por dentro, un hambre vieja que golpeaba los barrotes de una jaula impecablemente pulida a fuerza de siglos.

—Camila —dijo, sin mirarla—. Llama a emergencias. Diles que tenemos un corte profundo y hay sangrado activo. Que traigan un equipo de hemostasia.

Camila obedeció con las manos temblorosas. No por el accidente, sino por Lucien.

El vampiro buscó el punto exacto con los dedos para hacer presión directa, por encima de la herida, se quitó el cinturón del pantalón y lo anudó como torniquete provisional, midiendo a ojo una distancia que sabía sin medir. Le habló a Nico, colocando su voz en una franja intermedia entre el consuelo y la orden.

—Mírame. Respira. Inhala. Exhala. No mires la pierna. Eres surfista, ¿verdad?; sabes guardar el aire. Ahora guarda la calma. Muy bien.

El chico obedeció, clavado en esos ojos azules que no parpadeaban. Inés lloraba en silencio, presa del pánico. Rodrigo llegó entonces, rojo de esfuerzo, con el móvil en la oreja y la culpa en el rostro de haberle comprado una moto a su hijo.

—Resbalé —murmuró Nico, con la vergüenza entre los dientes.

—No pienses en ello —dijo Lucien—. Solo respira. Ya viene ayuda.

El olor a sangre no disminuía; el torniquete funcionaba lo justo. Cada segundo era una prueba. Lucien notó que las manos le temblaban, no por falta de práctica, sino por exceso de cuidado. Era la contradicción perfecta, sostener y curar, mientras una parte antigua de sí mismo le soplaba al oído tentaciones inhumanas. Bajó el mentón, y apretó la mandíbula, se impuso una sola idea. No soy hambre; soy padre. Yo querría que hicieran lo mismo por Mathias.

La ambulancia llegó con luces y sonido activos. A toda prisa. Dos técnicos descendieron, midieron, cambiaron paños por compresas y ajustaron el torniquete con tiras anchas. Uno de ellos, joven, silbó entre dientes al ver el tajo. Sutura segura y quizá hasta puntos internos.




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