La vida junto al mar acabó por encajar en la rutina. Las mañanas olían a pan y a sal; a veces, a cítricos que Inés dejaba en la entrada con un “para el pequeño” escrito en una hojita.
Mathias había convertido el patio en un campo de juegos, orbitaba de la pequeña piscina que le llegaba por las rodillas a las macetas con caracolillos en ellas, del arco de la entrada a la cocina, riendo con su inocencia de siempre.
Camila trabó amistad con los vecinos, especialmente desde que Lucien los había ayudado con su hijo. Hasta él parecía más propenso a hablar con ellos que conforme estaba acostumbrado.
Contra todo pronóstico, el vampiro se adaptó a la nueva y dulce rutina. Parecía que el pueblo le hubiera prestado otra piel. Tocaba el piano cada atardecer, hasta que oía los pasitos de Mathias correr hacia él para saludarlo, y detrás siempre iba Camila con una sonrisa.
Le caía bien Rodrigo, y Rodrigo le devolvía esa simpatía con un respeto instintivo.
—Pues no tiene manos de carpintero, pero qué maña tiene —dijo una tarde en que Lucien le arregló el pestillo de la puerta con paciencia de relojero—. Venga y se toma una cerveza conmigo.
Nico, de vuelta del hospital con puntos y un poco más de prudencia, apareció, poco después, en el patio con una sonrisa tímida y un “gracias”.
Camila observaba todo eso con una gratitud que dolía y una inquietud que no sabía dónde guardar, porque iba todo demasiado bien, y porque había empezado a notar cosas extrañas.
El primer aviso llegó una mañana con el café. Dejó la taza en la mesa y, antes del primer sorbo, el olor le pareció demasiado intenso, hasta el punto de la nausea. Apartó la cara, sorprendida, y disimuló con una broma para que Mathias no preguntara. Más tarde, en el mercado, olió el pescado fresco y tuvo que salir a la calle a tomar aire, con una mano en el estómago y la otra sujetando una bolsa de verduras que acababa de comprar.
Se dijo que era el cansancio, que el estrés que había venido a curar a la costa encontraba formas nuevas de hacerle daño. Se dijo que no estaba comiendo bien. Que la sangre que dio a Lucien la noche del accidente la había dejado floja. Se dijo, por encima de todo, que no había que dramatizar.
Pero el calendario, discreto, sin adornos, colgado al lado de la nevera, marcaba un retraso que empezó en tres días y pronto fueron ocho. Empezó a contar noches en lugar de días. Ocho noches, nueve después.
A veces, de madrugada, se despertaba con náuseas leves, no violentas, pero persistentes; un mareo que pasaba si se sentaba en la azotea a esperar que el mar respirara por ella. Otras veces, la sensibilidad le mordía el pecho de forma dolorosa. El elástico del sujetador se volvió su enemigo y el roce de la camiseta un rumor demasiado alto. El cuerpo se volvía más suyo y, al mismo tiempo, más ajeno.
—Me gusta esta nueva faceta tuya —dijo Lucien una noche, con una sonrisa traviesa bailándole en los labios, fijándose sin darle vueltas a la situación, en que no llevaba sujetador.
No lo dijo, pero cada vez que miraba a Lucien, su perfil recortado en la penumbra, cuando tocaba el piano a solas, cuando veía la manera en que recogía a Mathias cuando este se quedaba dormido en el sofá, sentía la urgencia de contárselo y, justo después, la imagen de un sello de cera en un sobre negro cruzaba su mente y le daba un escalofrío.
Los dhampiros son una anomalía. La frase del Consejo, fría y afilada como una aguja, seguía prendida en algún lugar de su mente. Y detrás de la frase, otras, como Levente, el niño que se convirtió en leyenda; como Elaine, difunta esposa de Lucien, la madre biológica de Mathias.
¿Y si es un sí?
¿Y si es un no?
Lucien no sospechaba. O no parecía hacerlo. ¿Cómo iba a sospechar, si su vida estaba ordenada por un sol que lo mantenía lejos de los signos más visibles? En el día, Camila dominaba la casa y sus ritmos y sus silencios; por la noche, él la recibía con cariño infinito y cuidados constantes. Cuando ella dejó el café, él simplemente le compró toda la variedad de té que encontró. Cuando ella dijo “no tengo hambre”, él regresó con una sopa caliente y pan blando, y en ningún gesto hubo reproche. Nunca había reproche en sus gestos.
La noche en que el mar trajo una tormenta, Lucien y Mathias volaron una cometa en el patio, una cometa de papel sencillo que Rodrigo les había enseñado a hacer con palitos de caña y bolsas. El niño corría, la cometa insistía en estrellarse contra la buganvilla, y Lucien reía de una manera callada que Camila no le había conocido. Esa risa le disolvió el miedo por un momento.
Así debería ser siempre, pensó, el mundo reducido a una cometa y un patio. Luego la náusea le salió al paso desde el estómago, una ola pequeña pero terca, y tuvo que sentarse en la escalera. Nadie lo notó al principio, porque Mathias gritó “¡ahora sí!” y la cometa, al fin, subió como una lengua roja hacia la bruma, pero luego Lucien se acercó a ella.
—¿Va todo bien? Antes has hecho un gesto raro cuando estábamos con la cometa —preguntó él, cuando entró con el niño porque había comenzado a llover.
—Me dio olor a pescado podrido —mintió ella.
—Qué raro —dijo Lucien, in escarbar—. Quizá tenga que ver con la tormenta.
—Quizá.
Esa misma noche, cuando Camila se metió en la cama, sintió una punzada diferente, más profunda, que probablemente solo era ansiedad pero a ella no la dejaba tranquila. No sentía dolor, exactamente, sino una atención nueva. No quiso pensar en lo que creía que era. Le dio la espalda al miedo, buscó el cuerpo frío de Lucien, y él la rodeó sin preguntar, como cada noche.
Al día siguiente, Inés tocó a la puerta con un frutero y una historia de su infancia.
Camila la escuchó, se rio en los momentos exactos, la invitó a té y cuando Inés se fue, el olor a melocotón maduro la hizo cerrar los ojos para no marearse.
No puedo seguir así, se dijo. No puedo construir con él una vida basada en la mentira y el miedo. Abrió el bolso y sacó la lista de la compra. Añadió, con letra minúscula, una palabra que la hizo ruborizarse aunque no hubiera nadie mirando. Farmacia.