El sonido de la puerta del dormitorio principal, le contó a Camila que la noche empezaba. Luego el paso de Lucien por el pasillo, y la pausa de siempre frente a la habitación de Mathias, y los pasos del mismo corriendo hacia su padre. Camila lo vio entrar al salón con el pequeño en brazos.
—Hola, vida —dijo, y a ella se le encogió el estómago un poco.
Se acercó y los abrazó a los dos en silencio.
—¿Estás bien? —preguntó Lucien—. Te veo algo pálida.
—Sí, solo es cansancio. No te preocupes.
Lucien apretó su mano, alerta y dulce, como si sospechara algo.
—¿Quieres que vayamos el niño y yo al centro y te traemos algo? ¿Té? ¿Pan? ¿Agua de limón?
Ella negó con la cabeza.
—No, de verdad, he hecho la cena favorita del niño. Está en el horno.
Lucien no insistió. Le dio un beso en la frente y le pasó a Mathias, que se abrazó a su cuello casi por instinto.
—Id a descansad, yo os pongo la mesa y termino lo demás.
La noche siguió su curso, y Camila no creyó buena idea hablar de la prueba delante del niño, así que esperó con paciencia.
—Tres páginas —negoció el pequeño, sosteniendo un libro de cuentos abierto con las dos manos.
—Dos y media —dijo Camila, riendo.
—Dos y tres dibujos —contraatacó el niño.
—Qué bien negocias, Mathias —dijo Lucien con una sonrisa—. Hazle caso a Camila, anda.
El niño aceptó el veredicto. Lo llevaron a su cuarto y se acurrucó con su muñeco favorito contra el pecho. La voz de Camila llenó el cuarto con el murmullo de una nana, y Lucien, sentado en el borde de la cama, marcaba el ritmo con una caricia lenta sobre los rizos de Mathias. Cuando estuvo claro que el niño estaba completamente dormido se levantaron los dos.
Lucien apagó la luz de la lámpara pequeña y cerró la puerta sin ruido. En el pasillo, se miraron, y ella sintió el peso de lo que tenía que contarle.
—¿Azotea? —propuso él, bajito.
—Azotea —asintió Camila.
Subieron. Arriba, la bruma era más espesa, y el mar, invisible, era un rumor agradable. Camila se apoyó en el pretil. El viento le movió el cabello.
Lucien se detuvo a su lado, le pasó una mano por la cintura y permaneció en silencio mirando el horizonte.
—Necesito decirte algo —dijo Camila, con evidente nerviosismo.
Lucien no la apremió. Solo se giró un poco hacia ella, sin soltar su cintura.
—Te escucho.
Camila tragó saliva. Pensó en el niño dormido, en la reacción de Lucien, en su reacción al ver el positivo en el test.
—Estoy embarazada.
No añadió creo, aunque estuvo tentada, de eso y de muchas justificaciones más.
Lucien no respondió con palabras. Al principio, ni siquiera movió un músculo. Se la quedó mirando como si no estuviera procesando. Después, muy despacio, bajó la cabeza y le miró el vientre, como si pudiera ver algo. Los ojos se le llenaron de un brillo nuevo. No eran lágrimas, porque eran rojizas, pero se le acercaban.
—¿De verdad? —susurró al fin, y la voz le salió rota—. ¿De verdad?
Ella asintió, y entonces sí, él reaccionó. Lucien cerró los ojos un momento más, y cuando los abrió, temblaba. Se arrodilló ante ella y apoyó la frente en su vientre a la vez que apoyaba las manos en sus caderas con suavidad. Una lágrima roja resbalo por su mejilla.
—Dioses —susurró.
Camila le acarició el cabello. La escena era tan simple que dolía.
—Me mareo por las mañanas. El café me sienta fatal. Me duelen los pechos. La regla se negaba a venir... —dijo, nerviosa—. Compré una prueba. La hice hace un rato. Estaba tan nerviosa.
—Gracias —dijo Lucien, levantándose por fin—. Gracias por traer esta luz.
—Tengo miedo —se atrevió a decir Camila—. No de ti. Del mundo. De ellos. De repetir historias. De que el niño… de que el niño sufra por existir.
Lucien negó con la cabeza. Tomó su rostro con ambas manos, acariciándole las mejillas con las yemas.
—No me importa nada —dijo—. No me importa el Consejo, no me importan sus leyes. No me importa lo que creen que está mal. No me importa nada excepto esto. Tú, Mathias, y la vida que está llegando.
Camila notó cómo las lágrimas se le arremolinaban en los ojos.
—Si tenemos que irnos otra vez, nos iremos. Si hay que vivir en la última casa del último acantilado, lo haremos. Si tuviera que rebelar el mismísimo secreto de nuestra existencia para protegerlo, lo haría —dijo con tanta seriedad que a Camila no le quedó ninguna duda—. Pero no voy a dejar que el miedo te quite esta alegría.
La abrazó con fuerza. El abrazo fue largo y sin urgencia. Camila hundió la cara en su hombro y sintió el frío consolador de su piel a través de la camisa.
—No quiero que te ciegues —dijo, con una firmeza dulce—. Eres feliz y yo lo agradezco. Pero piensa. Seamos prudentes. Busquemos una obstetra de confianza. No digamos nada a nadie hasta que…
—Hasta que tú quieras —la interrumpió, besándole la sien—. Todo se hará como tú digas. Yo solo pido te pido que me dejes estar. Que no te calles nada, ni la más mínima queja, ni el más mínimo malestar, ¿de acuerdo?
Ella asintió en su cuello. La brisa les movió el cabello. Camila se separó un poco, sacó del bolsillo la cajita y se la entregó. Lucien la sostuvo con ambas manos, como si fuera frágil, y cuando vio el plástico con las dos líneas, volvió a reír y a llorar a la vez.
—Dos —repitió, hipnotizado—. ¿Cuánto…?
—No lo sé con certeza. Unas semanas, quizá. Lo sabremos cuando vaya al médico.
—Iremos —corrigió con suavidad, besando otra vez su sien—. Camila yo me adaptaré a ti, no tú a mí. No puedes llevar una vida dentro y andar pensando en los demás. Confía en mí.
Camila lo miró con una mezcla de ternura y vértigo. Su entusiasmo le arrancaba parte del miedo, pero dejaba expuestas otras ideas crueles
—¿Piensas en Elaine? —se atrevió a preguntar, quizá con un poco de celos.
Él no apartó la vista.