Amarás la noche

Capítulo 37: Orillas quietas

El pueblo se fue adaptando a ellos de la misma forma que ellos se adaptaron a él. Las semanas iban pasando, y Lucien había cumplido todo lo que había prometido. Se había adaptado él a las visitas del médico, incluso haciendo malabares con las horas, las sombras y el cansancio que se apoderaba de él.

Iván apareció al tercer mes, nunca había perdido el contacto con Lucien, pero no se habían visto, y no sabía nada del embarazo. Llegó a medianoche, cuando Mathias ya dormía.

—La parte buena de que estéis en el culo del mundo —dijo sentándose en el sofá como si fuera suyo—, es que si no dais el cante El Consejo no creo ni que se acerque. La parte mala es que estáis en el culo del mundo.

Lucien se apoyó en el marco de la puerta. Llevaba semanas caminando con una alegría que no disimulaba. Soltó una risa entre dientes.

—No voy a delatarte —añadió Iván, seco—. No lo haría ni bajo tortura. Pero quiero que entiendas que el aislamiento no lo resuelve todo. Hay cosas que se filtran, una ecografía, una cita mal hecha, una lengua suelta. Hay que cuidar cada paso.

—Los estamos cuidando —respondió Lucien—. Además, íbamos a aprovechar que venías para pedirte tu ayuda como... abogado, digamos. Ya sabes, papeleo, y esas cosas.

Iván asintió con un gesto mínimo. Ya se sabía los trucos. Los había aprendido, por las bravas, cuando nació Mathias.

—No lo digo por mí —continuó Iván—. No estoy regañando a nadie. Solo lo digo por vosotros, especialmente Camila, que es la más vulnerable y la que se enfrenta a esto por primera vez.

Camila entró con un vaso de té para sí misma. Se había acostumbrado a que siempre que ellos dos hablaran parecieran estar decidiendo algo muy serio y muy tenso. Sabía que en el fondo llevaban siendo amigos desde hacía siglos literales, y confiaba en Iván de una forma difícil de explicar. Nunca sabía si iba en serio o en broma.

—Parece que te hemos invitado para aprovecharnos de ti —dijo Camila tomando asiento.

—No pasa nada, Cami, con Lucien siempre ha sido así —bromeó Iván, haciendo que Lucien suspirara dramáticamente.

***

En la primera ecografía, Camila apretó la mano de Lucien cuando el monitor mostró un punto moviéndose con regularidad. La obstetra, una mujer de pocas palabras, dijo “ahí está” con una voz tranquila, y fue lo única que permaneció tranquila.

Camila colgó la eco en la nevera nada más llegar a casa. Mathias, que lo quería todo, pedía escuchar al bebé apoyando la oreja en el vientre. Camila siempre lo dejaba y se quedaba abrazada a él hasta que el niño se cansaba.

Iván, entre visita y visita, afinó lo que podía afinar. Papeles nuevos con una edad un poco más joven, una variación mínima por aquí, un empadronamiento por allá...

—Estoy feliz por ti —le dijo a Lucien antes de irse, ya en la puerta—. Y preocupado. Es una sensación rara.

—Lo sé —respondió Lucien—. A mí me pasa todo el tiempo.

—Entonces bríndale tu alegría a ella y tu preocupación a mí —cerró Iván.

***

Los meses avanzaron sin sobresalto. Camila caminaba por la playa a última hora de la tarde; Lucien, cuando el sol caía, la acompañaba hasta la orilla y recogía con Mathias conchas que luego lavaban entre los tres. La barriga creció con un ritmo silencioso; el cuerpo de Camila cambió, y ella lo aceptó con una mezcla de asombro y humor.

La tranquilidad, sin embargo, deja huecos por donde se cuelan las preguntas. Fue Mathias quien empezó a formularlas. Primero, una tarde, mientras dibujaba junto a su padre, y Camila había salido con Inés a dar un paseo.

—Papá, cuando venga el bebé, ¿yo seré el grande?

—Vas a ser el hermano grande, sí —dijo Lucien, agachado a su lado, con una sonrisa.

El niño dejó el lápiz sobre el papel y miró a su padre.

—¿Y va a jugar con mi juguete de dino? ¿O va a romperlo?

—Le gustará porque es tuyo —contestó Lucien—. Y si lo rompe, lo arreglamos.

Eran preguntas fáciles, que Lucien entendía. O eso creyó, porque la curiosidad no había hecho más que empezar.

—Papá —dijo Mathias, como si dudara de seguir preguntando—. ¿A Camila la puedo llamar mamá?

Lucien no respondió enseguida. Sabía que el tema rondaba, aunque el niño no lo había planteado antes, y él no sabía qué pensaba Camila o si ella lo había pensado siquiera. Él sí lo había pensado incansablemente, más desde el embarazo.

—Puedes llamarla como te nazca —dijo al final—. Si quieres decirle “mamá”, puedes. Si quieres decirle “Cami”, también vale. Eso es algo que tienes que hablar con ella. No hay ninguna norma al respecto. Lo importante es quererse.

—Pero yo ya tenía una mamá —dijo Mathias, y no fue un reproche. Parecía haber estado dándole vueltas al tema.

—Sí —dijo Lucien, con la voz firme—. La tenías, y la tienes, de otra forma. Ella fue tu mamá y te quiso muchísimo. Tanto como yo. Y Camila te quiere como quiere al bebé. Pueden vivir las dos cosas dentro de ti sin pelearse. No son incompatibles.

El niño giró la cara. Había lágrimas que no caían, detenidas en el borde.

—¿Si le digo mamá, la otra se pone triste?

—No —contestó Lucien, ocultando la marea de emociones que también le atravesaba a él en ese momento—. Las personas que nos han querido no se ponen tristes porque nosotros vivamos. Se ponen contentas. Aunque ya no estén para verlo.

—¿Y tú…? —Mathias se lo pensó—. ¿Tú la quieres más a ella por el bebé?

Aquella era la verdadera pregunta. Lucien lo sintió. Le acarició el pelo, con suma delicadeza, y lo abrazó con cariño, acurrucándolo en sus brazos.

—No existe “más” ni “menos” aquí —dijo—. A ti te quiero para siempre. Al bebé lo voy a querer para siempre. Puedo con los dos. No tengo un corazón tan pequeño, hay sitio de sobra.

—Pero si llora mucho… —Mathias arrugó el gesto—. A lo mejor no me escuchas a mí.

Lucien soltó una risa breve y sin ruido, acunándolo.

—Te voy a escuchar incluso si no hablas —respondió Lucien—. Te escucho ahora cuando caminas por el pasillo, cuando te ríes, y cuando tramas en silencio. Si el bebé llora, yo tengo dos oídos. Uno para cada uno. Y Cami tiene otros dos. Son muchos oídos para un solo llanto.




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