El día pasó con tranquilidad. Camila ordenó cosas del bebé en el cuarto que habían preparado para él con Mathias jugando al rededor, luego ayudó a Mathias a hacer y pintar una nave de cartón. A media tarde se echó a dormir en el sofá con el pequeño, que estaba un poco tímido, pero se negaba a decirle el motivo. Ella no le presionó, fue extremadamente cariñosa con él.
Al atardecer Lucien despertó como siempre, cruzó el arco, besó a Camila en la sien, acarició su barriga y se inclinó a tomar al niño en brazos brevemente.
—¿Te vienes a volar cometas antes de que sea muy tarde? —preguntó Lucien.
—Sí, un momento —respondió Mathias sin levantar la vista del dibujo que estaba coloreando.
Lucien le revolvió el pelo. Camila, que estaba entretenida con la cena miró al niño y soltó una risita.
—¿No ves que está atareado?
Lucien rio también y observó trabajar a su hijo. Entonces Mathias se levantó, sujetando el dibujo como si fuera un tesoro. Cruzó la cocina con pasos decididos, se plantó delante de Camila, lo alzó con las dos manos y habló sin titubeos, como si ya hubiera ensayado cada sílaba.
—Para ti, mamá.
Camila se quedó quieta, en silencio, como si estuviera procesando las palabras del niño. No entendió al principio que era con ella. “Mamá”. Tardó un segundo más en levantar la vista.
Miró a Lucien, buscando la respuesta a las preguntas que se estaban formando en su mente. Si debía corregirlo, si debía sonreír, si debía fingir que no lo había oído para evitar herirlo pero no fomentarlo. Lo encontró a él mirándolos a los dos con una ternura tan franca que el corazón se le aceleró al instante.
—¿Estás seguro? —atinó a decir Camila, inútil—. ¿Es para mí?
—Sí —dijo Mathias, serio—. Papá me dijo que podía, y que tú te pondrías muy feliz.
Camila soltó el pañuelo que tenía en la mano y apagó el fuego. Se arrodilló y lo abrazó. El dibujo se dobló entre los dos, pero no importó. Lo abrazó sin medir fuerzas, acunando al niño en su pecho, mientras sentía cómo los ojos se le llenaban de lágrimas. No lloró a gritos, lloró en silencio, mientras cubría de besos la cabeza del niño.
—Gracias —dijo con la voz entrecortada—. Gracias por elegirme, mi principito.
Mathias correspondió el abrazo sonrojado y, cuando ella se apartó para verle la cara, el niño hizo una mueca de medio pudor, medio orgullo.
—¿Te enfadas si te digo Cami a veces por la costumbre? —preguntó con timidez.
—Puedes decirme como quieras —respondió ella, riendo entre lágrimas—. Yo te voy a querer igual.
Miró a Lucien otra vez, con un inevitable rastro de inseguridad. Él no la dejó en suspenso. Se acercó a ellos, se agachó también y los atrajo hacia su pecho en un abrazo.
—Hablamos anoche —dijo, con naturalidad—. Él me preguntó, y yo le dije la verdad. Que podías ser Cami y mamá, y eso no borraba a Elaine.
Camila asintió, con la voz aún rota. Se limpió la cara con el dorso de la mano.
—¿Y tú estás bien… con esto?
—Estoy mejor que bien —respondió Lucien—. Me siento muy feliz de ver tu reacción a su amor. Sigo preguntándome cómo he podido tener tanta suerte.
Cuando Mathias rio ante la confesión, le pellizcó suave la mejilla, y él fingió molestarse. Los tres se quedaron así un momento, apretados en la cocina como si el cuarto fuera demasiado pequeño.
—¿Me preparas galletas, mamá? —preguntó Mathias, valiente
—Solo si comes verdura —gruñó Lucien.
Camila soltó una risa en su lugar.
—Oh, qué aprovechado. Sabe tocar mi fibra sensible —contestó Camila.
Más tarde, a mitad de la comida, Mathias dijo “mamá, pásame el agua” y “mamá, ¿puedo pan?” con cuidado, como si probara la reacción de ella. Camila contestó con una naturalidad temblorosa, agradecida de cada “mamá” como si no fuera a acostumbrarse nunca.
Subieron a acostar a Mathias después. El niño pidió dos abrazos; se llevó tres. Al apagar la luz, dijo “buenas noches, mamá” de corrido, sin pensarlo, y Camila salió sonrojada.
Se quedó a solas con Lucien, leyendo en el salón. Él estaba normal y cariñoso, pero ella no podía no darle vueltas.
—Tengo miedo de hacerle daño al decirle que sí —admitió—. No a Mathias, a Elaine. Y a ti. Siento que ya te he separado bastante de su recuerdo al hacer que te mudaras.
Lucien dejó el libro en la mesita y se giró hacia ella, tomando sus manos.
—No le haces daño —dijo—. A los muertos no los hieren los amores nuevos. Y si yo alguna vez te hago sentir que compites con un fantasma, me lo dices. No quiero que lo sientas así. No es el caso.
—No intento competir —aseguró ella.
—Lo sé —dijo él—. Pero te has ganado el amor de Mathias, y el derecho a ser su madre si así lo deseas. No os voy a forzar a ninguno de los dos, pero habiéndose dado el caso, soy inmensamente feliz.
Ella asintió en silencio, poco convencida, él la tomo de la cintura y la acercó un poco.
—Esa palabra te queda genial —dijo.
—Me queda grande —admitió Camila—. Pero me gusta.
—No es verdad, pero me gusta que te guste —contestó él con una sonrisa.
Se quedaron un momento abrazados, con los ojos cerrados. Había calma. Camila sintió una presión en el vientre y puso la mano de Lucien sobre él.
—El bebé... —susurró él
—Sí —dijo Camila, con una sonrisa—. Se mueve más de día que de noche.
—Son mis genes —dijo Lucien, con otra sonrisa en los labios.
***
El día siguiente fue tranquilo, pero cerca del atardecer, la cosa cambió. Se oyeron varias sirenas subir la cuesta ligera de su calle. Camila las vio desde el patio, mientras Mathias jugaba, y hasta él levantó la vista.
Lucien salió en ese momento a verlos y también vio la ambulancia, y después dos coches patrulla.
Rodrigo, que los vio desde su porche, se acercó a hablarles. Lucien le hizo un gesto a Mathias para que entrara en casa y el niño obedeció.
—¿Sabéis de qué es eso? A mí me lo acaba de decir Inés, que lo ha oído en la panadería —miró alrededor y bajó la voz—, que han encontrado a un hombre muerto en el paseo, a la altura del farallón. Está… raro.