Amarás la noche

Capítulo 40: Noche de dudas.

Cuando Lucien abrió los ojos esa noche se encontró a Camila a su lado, sentada en la cama, y a Mathias coloreando en la alfombra. Estaba acostumbrado a que, a veces, fueran a ver cómo despertaba y tuvieran un momento agradable de abrazos y risas, pero supo en seguida que no era ese el caso..

—¿Qué ocurre? —preguntó, y su voz fue dulce, como siempre con ellos.

Lucien se sentó y la rodeó con un brazo. Notaba la tensión en sus músculos simplemente al abrazarla.

—Ha habido otro —dijo sin florituras.

No acabó la frase porque estaba Mathias, pero Lucien no lo necesitó.

—¿Misma situación?

Camila asintió con la cabeza, y el vampiro no se movió por un segundo.

Camila lo vio inhalar y supo que su mundo interno, ese que él mantenía tan ordenado, se había puesto en marcha con la exactitud de un péndulo.

—¿Dónde? —preguntó, mientras acariciaba el brazo de Camila. Sentía que lo había pasado mal en su ausencia.

—En la parte vieja, cerca del molino —respondió ella—. Han llamado los vecinos. Alguien lo encontró esta mañana.

Lucien besó su sien cariñosamente. La sostuvo con ternura y firmeza, y Camila se dejó sostener.

—No tienes que preocuparte —murmuró él, como si al repetirlo se convenciera a sí mismo más que a ella—. Yo me encargo. No estarás sola.

Sus palabras la calmaron porque las sabía verdaderas. Lo arreglara o no, él estaría con ella, de eso no le cabía duda.

—Cuida a Mathias un rato más, por favor —susurró él—. Voy a buscar a Iván.

—¿Vais a ir? —preguntó ella, con cierto temor.

—No nos pasará nada, es lo mejor. Necesito confirmar que es uno de los nuestros. Necesito ponerle fin si ese es el caso.

Camila se mordió el labio inferior y contuvo las lágrimas, y Lucien la abrazó más fuerte.

—Camila, no puedo dejar que haya un peligro cerca, contigo, con Mathias, con el bebé que está a punto de nacer. Necesito protegeros. Necesitamos, los dos, paz mental en estos momentos.

Camila no replicó más. Tenía razón. La situación no podía seguir así, tanto por motivos egoístas, su familia, como por la muerte de inocentes.

***

En menos de una hora desde la conversación, Iván y Lucien, estuvieron en la calle del molino. Pidieron un par de cafés en un bar cercano y esperaron que la policía se fuera. Dieron vueltas por la calle a ver si veían algo, y fingieron, como solo fingen los que llevan años haciéndolo, que solo eran curiosos dando vueltas por el pueblo. El vecino nuevo extranjero, y su amigo de visita, nada raro.

El cordón policial no era más que una cinta que vibraba al viento. La gente miraba con curiosidad, una pizca de morbo, y algo de miedo.

Los oficiales hablaban en voz baja y tomaban notas. La escena era tan mecánicamente común que daba pena. No había cámaras que hubieran captado nada útil, nada que explicara por qué alguien yacía allí, desangrado, sin violencia alrededor.

Se acercaron sin ser vistos. Como si sus presencias no fueran importantes.

—No hay huellas claras, ni testigos fiables, como el caso anterior —dijo un inspector a su compañero.—. Apareció esta mañana; un paseante lo encontró. Hemos pedido una orden judicial para acceder a las cámaras del vecino, pero no sé yo si el ángulo nos va a ser útil.

Iván, con una paciencia que no escondía su inquietud, observó la escena. Reconocía las imprecisiones de la policía. La forma en que encajaban certezas forenses con historias de madrugada; su hábito de rellenar huecos con categorías que no siempre encajaban con lo que ellos veían.

Lucien, por su parte, se acercó a la escena. Caminó despacio entre los zapatos ajenos, que parecían ignorar su presencia, como si Lucien no fuera más que una mota de polvo. Examinó la disposición del cuerpo, olfateó el aire, no olía nada extraño.

Estuvieron más horas que la policía, se quedaron buscando cuando se llevaron el cuerpo. Buscaron escondites donde uno de los suyos pudiera haber pasado las horas de luz sin ser visto por la gente ni tocado por el sol.

Cuando se dirigieron a la parte posterior del molino, por donde podía haber huido el asesino, alguien se levantó de la sombra de un ciprés. No lo habían visto hasta ese momento, pero quizá llevaba tantas horas como ellos, porque era igual que ellos.

Se movió con esa elegancia inhumana, pasos que no resonaban, y una presencia que podía ser abrumadora o fácilmente ignorada. Había en su mirada cálculo y una curiosidad antigua. Pálida como el mármol y de una belleza etérea y atemporal, la vampira se acercó a ellos.

—No esperaba encontraros aquí —dijo, con voz medida.

Lucien la reconoció al instante. Era la Dama Sigrid Falken en persona.

Iván se colocó de inmediato entre Lucien y la aparición. Fue un gesto pequeño, casi inhábil, pero con el sentido claro de proteger a su amigo.

—Dama Sigrid —saludó Iván, con la cortesía necesaria—. Habíamos venido a investigar lo sucedido. Lucien y yo creemos que podría tratarse de uno de los nuestros descontrolado, ¿a qué se debe su presencia?

La dama se permitió el lujo de llegar hasta ellos antes de abrir la boca.

—He venido por lo mismo que vosotros —respondió—. Por cortesía y por deber. Es inevitable que los ojos políticos se posen donde hay sangre, o mejor dicho, ausencia de la misma.

Miró concretamente a Lucien antes de seguir hablando.

—No tenemos sospechosos oficiales, de momento —dijo mirándolo a los ojos directamente—, pero la colaboración de cualquier miembro afín a El Consejo, es necesaria y bien recibida.

Las palabras tenían un filo, y Lucien las recibió con serenidad. No se sentía culpable porque no había hecho nada.

—Soy el primer interesado en que esto se resuelva. Vivo pacíficamente en este pueblo con mi familia y no deseo atraer rumores sobre mí.

—Pero donde tú estás, siempre suceden cosas —soltó Sigrid, sin odio, pero con frialdad—. No es una amenaza, es una observación objetiva. Sospecho que tiene la peor suerte del mundo, señor Delacroix.




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