Pasaron semanas sin que apareciera un nuevo cuerpo; la ausencia de noticias macabras fue, por extraño que resultara, una carga, porque no había tranquilidad, solo ausencia de sucesos.
Camila tenía la sensación de que la falsa seguridad estaba cimentada en la vigilancia constante de El Consejo, Lucien e Iván, que iba todas las semanas sin falta.
El embarazo de Camila avanzó sin incidentes graves. Lucien intentó ser cuidadoso sin tratarla como algo frágil. Habían hecho planes, habían terminado la habitación del bebé, habían hablado con Mathias de cómo iba a ser la situación, y hasta habían alquilado la casa de enfrente para la madre de Camila cuando faltaba un mes para el parto.
Fue de noche cuando todo cambió. Camila había cenado tarde, tenía el cuerpo algo raro pero no parecía que todo fuera a precipitarse. Se acostó temprano, aunque siempre intentaba quedarse más rato con Lucien, él insistía en que no era necesario.
A medianoche, el dolor se hizo real, e imposible de ignorar. La despertó. Lucien no estaba en la cama, pero leía, iluminado solo por la luna, desde una butaca junto a la ventana.
—Lucien —llamó, incorporándose con dificultad—. Creo que es ahora.
Él llegó junto a la cama en dos pasos. Había dejado el libro en el suelo mismo. Encendió una luz tenue y Camila pudo ver la tensión en sus ojos y el temblor de sus manos. Besó la frente de Camila y la ayudó a incorporarse.
—Voy a avisar a tu madre y meter las cosas al coche, no te muevas. Yo te ayudo a vestirte cuando vuelva. No tardo —dijo Lucien.
Parecía nervioso, pero también parecía hacer su mejor esfuerzo por ser útil.
Andrea, la madre de Camila, llegó en menos de dos minutos, con Lucien detrás. Besó a su hija veinte veces en la cara.
—No te preocupes, me quedo con Mathias, ve tranquila. Si pasa algo vamos los dos. Yo lo llevo en cuanto sea de día —decía la mujer, emocionada—. También es mi nieto.
Lucien subió al coche la bolsa con las cosas del bebé, la bolsa con las cosas de Camila, un dibujo que había hecho Mathias y todos los papeles. Pero cuando estaban por irse Mathias salió de la habitación y corrió hacia Camila.
—Mami —balbuceó el niño.
—No pasa nada, cariño —dijo ella, acariciando su cabello—. Tu hermano ya viene, está todo bien.
Lucien cogió al pequeño del suelo y se lo acercó a Camila para que se pudieran abrazar, luego Andrea extendió los brazos y lo acunó.
—Quédate con la abuela —dijo Lucien—. Y mañana conoces al hermano.
—Ven, que te leo un cuento, príncipe —dijo la mujer, que parecía de verdad adorar a Mathias.
Camila miró al niño una última vez antes de salir y le lanzó un besos; Mathias, en brazos de su abuela, se despidió con la mano. La ternura del gesto simple les calmó por un segundo.
Salieron hacia el hospital. La calles estaban vacías y cada recta parecía un pasillo largo. La noche olía a salitre.
—¿Cómo te encuentras? —preguntaba él cada poco.
—Viva, por lo menos —trataba de bromear ella, cuando la intensidad se lo permitía.
En la entrada del hospital se toparon con la normalidad de la urgencia, que para Lucien era una prueba. Sintió un primer choque cuando una camilla atravesó el pasillo, asociaba muchos de esos ruidos, olores e instrumentos a la sangre, aunque la sangre, en sí, no era todavía más que un matiz lejano; sin embargo, sabía que no debía permitirse pensar más que en Camila.
La entrada al paritorio fue como un umbral. Una enfermera habló de manera profesional, la obstetra, una mujer de mirada serena, los recibió con una sonrisa cálida y ternura. Camila pidió que Lucien se quedara, porque confiaba en él a ciegas. Él no dudó. Se sentó en el borde de la cama. Camila le cogía la mano con fuerza cada contracción, él intentaba animarla entre medias, secarle el sudor y ofrecerle agua.
Para Lucien la noche fue una sucesión de pequeñas cruces que tuvo que esquivar, los pulsos acelerados, la sangre alrededor, el sudor humano, el olor a miedo y ansiedad.
Sentía, en su garganta, un hambre animal que no podía nombrar sin avergonzarse. Sabía que el olor de la sangre le calaba hasta los huesos; había aprendido, con años y disciplina, a enterrar esa veta; pero la prueba suprema no era la resistencia, sino el no permitir que la mente le jugara trucos. Él besaba la mano de Camila, la apoyaba, le decía cuanto la quería y lo bien que lo hacía, pero por dentro él estaba tenso. Recordó el parto de Mathias, la experiencia no estaba siendo mejor por saber lo que se venía encima.
Cuando la rotura de aguas llegó, vino acompañada de una mancha de sangre más grande de lo que esperaba, porque cada cuerpo es un mundo. La obstetra no parecía preocupada en exceso, todo parecía dentro de los parámetros normales, pero para él el mundo se ralentizó.
Lucien notó que su mandíbula se quería apretar y que sus ojos se oscurecían con un brillo que él no reconocía. Puso la cabeza junto al oído de Camila para que esa cercanía fuera su mundo, y dejó que otra parte de su conciencia, esa que era práctica y humana, se ocupara de las necesidades logísticas. No podía ceder ante su bestia interior.
—Te amo, Camila —susurró, más para sí que para ella.
Ella lo miró con ojos cansados, entendiendo su lucha, y le dejó un beso suave en la comisura de los labios, que pareció, de alguna manera, tranquiziarlo.
La epidural, la respiración, los "empuja con fuerza" sucedieron con la mecánica sencilla y terrible del dar a luz. Las horas se dividieron entre empujes y sosiegos.
Lucien perdió la cuenta de las veces en que creyó que la siguiente contracción sería la definitiva.
—¡Ahora! —dijo la obtetra, y supo que esa sí era la definitiva.
Camila empujó con una fuerza que parecía salir de otro sitio, de una reserva profunda y antigua. Lucien la sostenía, le apartaba el pelo del rostro, le limpiaba con una gasa la frente humedecida. Y entonces, como si el cielo se rompiera en dos, un llanto, pequeño y visceral, llenó la habitación.