Amarás la noche

Capítulo 42: Todo es eventual.

Las primera semanas no tras el nacimiento de Elio no fueron fáciles, nunca lo son, pero junto a la fatiga hubo mucha ternura. La madre de Camila fue un verdadero apoyo, los vecinos les traían cosas constantemente. Nico iba a entretener un rato a Mathias cada día al salir del instituto.

Lucien había puesto un gran esfuerzo en ser el padre que el bebé necesitaba. Preparaba todo lo que podía mientras Camila dormía, para que ella tuviera que hacer lo menos posible, desde desinfectar biberones a poner lavadoras y dejar comidas etiquetadas para ella y Mathias, y desde que caía la noche hasta el amanecer, se empeñaba en ser quien se encargaba de las tareas más pesadas.

—No puedes hacerlo tú todo y a todas horas —le decía.

Camila no cambiaba un solo pañal desde el atardecer, y Lucien no dejaba que se despertara de madrugada a no ser que el bebé se negara rotundamente al biberón o quisiera expresamente estar en brazos de Camila, y aun así, él siempre estaba al lado.

Para Camila no era sencillo, pero se sentía querida. Su cuerpo cambiaba casi más que en el embarazo, y su humor también. Mathias, en su ternura, quería hacerlo todo por su hermanito y vigilarlo siempre. Tenía esa mezcla de egoísmo y generosidad que solo se da en niños, quería llevar el carrito, y a la vez ser el centro, quería jugar con su hermano, pero no entendía que era demasiado pequeño... a veces, inevitablemente, estorbaba, pero en general Camila lo sentía como una ayuda y Lucien también.

—Ven, deja que papá se encargue del hermanito y vente tu a dormir conmigo esta noche —le decía Camila cuando lo veía celoso, y el niño la abrazaba y se calmaba al instante.

Camila veía el esfuerzo de Lucien, y había días en los que la gratitud le pintaba una sonrisa.

—¿No te cansas? —preguntó Camila una noche, mientras veía como Lucien mecía al pequeño para que se durmiera.

—¿Y tú? —respondió él con una sonrisa.

—Sí, pero no es lo mismo. Sé que para ti dormir es como si no hubiera pasado el tiempo, ¿verdad? te despiertas como si hubiera pasado un segundo, y te pones a cuidarnos. Es un bucle. Tú sin embargo buscas darme descanso las horas que estás despierto, todas ellas.

Lucien guardó silencio unos instantes antes de hablar.

—Me siento culpable —admitió—. Creo que es egoísta de mi parte tener hijos y no poder estar todo el tiempo.

—Estás más presente que la mayoría, no digas bobadas.

Lucien sonrió levemente y se sentó a su lado. No estaba convencido, y Camila sabía que no lo iba a convencer en una noche. Rodeó a ambos con un brazo.

—Nos haces la vida más fácil a los tres, lo sabes ¿verdad? —dijo Camila.

—Lo intento —dijo Lucien, con emoción en los ojos.

El Consejo estaba, demasiado ocupado esos días, como para ser un problema respecto a Elio. Sabían de su existencia, pero no podían hacer nada más que observar. Al igual que Mathias, el nacimiento de Elio no había tenido nada de paranormal ni que hiciera sospechar a los médicos de que no era completamente mortal.

La convivencia con el cansancio no borraba la felicidad. Hubo noches de helado en la azotea, madrugadas de bailes en el salón, Lucien enseñó a su hijo mayor a mirar las constelaciones. Elio mostró sus primeras sonrisas, recibió miles de fotos, fue vestido con las ropas más monas que le pudieron encontrar, a veces a juego con Mathias.

Y, sin embargo, a pesar de la rutina, la sombra no se marchó del todo. Las noticias sobre la muerte en la calle del molino habían quedado como un hueco que no cerraba. No hubo nuevos cadáveres de inmediato, y la tranquilidad que eso produjo fue una tregua, no la normalidad. La vigilancia seguía.

Fue una noche de otoño, cuando empezaba a apretar el frío, cuando la normalidad se rompió. Había sido un día de pequeñas satisfacciones, Elio había dormido más de lo habitual, Camila había ido a un spa con amigas mientras su madre cuidaba a los niños, Lucien había arreglado una valla que el viento había vencido y la había dejado firme para la primera lluvia. La casa respiraba con normalidad. A eso de las diez, sin razón aparente, el teléfono de la cocina vibró con un número que iba directo de la comisaría local.

La voz al otro lado fue rápida, y sin teatralidad.

— ¿Señor Delacroix? Han encontrado una persona sin vida en la ruta vieja —dijo—. A tres kilómetros del pueblo. Necesitaríamos que usted y Camila Ortega vinieran a comisaría lo antes posible.

No hubo más explicaciones. En el instante en que el teléfono quedó sin señal, la casa se silenció por dentro.

Lucien fue el primero en moverse. Se puso la gabardina con la precisión de quien se pone un uniforme y tomó la mano de Camila en el umbral.

—Llama a tu madre, que se quede con ellos y vamos —dijo, mirando a Mathias y a la habitación donde Elio estaba tranquilo en su cuna—. No nos va a pasar nada.

Camila asintió con la cabeza.

—No he sido yo —aseguró.

—Lo sé, Lucien.

Se fueron sin prisa, en la oscuridad húmeda, por la carretera que serpentea hacia la ruta vieja. Las luces del coche cortaban la noche en bandas, y por la ventanilla la bruma entraba como un animal tímido.

Cuando se lo dijeron a Iván no tardó en coger su coche y ponerse camino a la comisaría él también.

—No habléis hasta que yo llegue, ¿de acuerdo? —dijo justo antes de colgar.

La comisaría era un edificio pequeño y anodino, donde claramente no estaban acostumbrados a casos graves, y que estaba atestado de policías que no era originalmente del pueblo.

Cuando llegaron fueron conducidos a una habitación pequeña, que contaba únicamente con un espejo falso, cuatro sillas incómodas y una mesa rectangular.

—Nos hemos puesto en contacto con ustedes porque hemos identificado al fallecido como Juan Hernández —dijo un policía, tomando asiento frente a ellos.

Camila tragó saliva. No podía ser, era un apellido muy común.

—No me suena —dijo Lucien.




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