Amarás la noche

Capítulo 47: Último juicio.

Las tres noches pasaron rápido, demasiado rápido para el gusto de Lucien. Iván había intentado tirar de todos los hilos que había podido, pero no había sido capaz de encontrar el motivo por el cual estaba siendo citado, más allá de la generalidad de "haber puesto en peligro el secreto".

Sus contactos no arrojaron luz, no parecían saber nada, y preguntarle a Sigrid Falken hubiera sido más un problema que una solución.

La desconfianza de él hacia Camila, que no parecía tranquila, pero tampoco tan nerviosa como otras veces, no hizo sino crecer, y más cuando Lucien se negaba a escucharlo. Se sentía dolido, de que su confianza en Camila fuera "mayor" que en él. En el trayecto en coche hacia la sede volvió a salir el tema.

—No desconfío de ti, Iván —dijo Lucien, sin drama—, pero tampoco voy a desconfiar de ella solo porque no actúa como tú esperas.

—Tampoco actúa como tu esperas —espetó él—, ¿me equivoco?

Lucien no contestó. No se equivocaba, pero no tenía corazón para desconfiar de Camila. La mujer que había aceptado a su hijo mayor como propio y que le había dado otro hijo. La que lo había aceptado siendo, para sí mismo y para el mundo, un monstruo de pesadilla.

El primer problema, y con él un ligero quiebre en Lucien, llegó a tres kilómetros del pueblo, donde una hilera de coches cortaba la carretera.

Parada frente a un sedán negro, con su figura delicada y estilizada, estaba Sigrid Falken.

***

Lo primero que hizo Camila cuando se fueron fue llevar a sus hijos a casa de su madre y pedirle que se los quedara esa noche y la llamara si pasaba algo, luego volvió a la casa, con el corazón en un puño, y cerró todas las entradas.

Se sentía mal de haberle mentido a Lucien. Se sentía mal de cómo la había mirado Iván los últimos días, pero no tenía otro remedio. Era la única solución que se le había ocurrido para dar tranquilidad a su familia.

No pudo pensar mucho más. No tuvo tiempo. Unos golpes suaves en la puerta la interrumpieron. Supo que no era Lucien, supo que se trataba de la culpable de los asesinatos.

Amanda Mejías.

Camila no contestó, se quedó quieta donde estaba, en mitad del pasillo que daba a la cocina. Sabía que podría entrar si quisiera, pero necesitaba retrasarlo todo lo posible.

—Camila —dijo una voz, desde la puerta trasera, que también estaba cerrada— ¿No vas a abrirme?

Un segundo después, a una velocidad imposible para cualquier humano, oyó desde la principal.

—¿Dónde está tu Lucien? ¿Y los niños?

Camila no respondió. Se quedó donde estaba.

—Quizá debería ir a hacerles una visita a los pequeños. Están con tu madre, ¿no es cierto?

Se tapó la boca para no responderle. Sabía que la quería a ella, porque Lucien no había matado a sus hijos, sino a sus amantes, y en su retorcida idea de amor, de venganza, era lo que tenía más sentido quitarle primero.

La puerta de la cocina crujió, como quejándose, pero no se abrió. Camila se sintió como un ratón, y Amanda era el gato que jugaba con la comida.

En ese momento, la ventana del dormitorio se rompió. Camila no se acercó. Entró en la biblioteca y se colocó junto a la chimenea. Cogió el atizador y se sintió ridícula al hacerlo, ¿en serio pensaba derrotar a una vampira con eso? Casi se le escapó una risa de lo absurdo que le pareció.

—Camila —dijo Amanda, y su voz sonó desde la habitación de Mathias.

Camila no se movió. Entonces fue cuando saltaron los plomos. La casa se quedó en penumbra completa. Solo el fuego de la chimenea iluminaba tenuemente la estancia, y a la propia Camila, que se sintió más acorralada que antes.

El fuego tembló, como si hubiera entrado una corriente de aire por el conducto.

—Camila —escuchó justo detrás de sí.

Por instinto, se giró sobre sí misma. Allí no había nadie. Dio un paso atrás y encontró un obstáculo. Amanda. No lo pensó, golpeó con todas sus fuerzas con el atizador. Usó tanta fuerza que las manos se le entumecieron.

Un hilo rojo, oscuro y espeso, descendió desde la sien de Amanda, justo donde había dado el golpe, pero se secó y cerró casi al instante.

—¿Así tratas a todos tus invitados? —dijo la vampira, agarrándola del cuello y dejándola caer al suelo con fuerza.

El impacto robó el aire de los pulmones a Camila, que vio luces al borde de su vista. La vampira se inclinó sobre ella, a horcajadas. Era indudablemente más fuerte que Camila. No había forma de librarse de su agarre. Con una sola mano sujetó ambas manos de Camila por encima de su cabeza, con la otra le tapó la boca.

—Voy a enseñarle a ese puto acomplejado a no meterse con lo que es mío.

Amanda no tenía los colmillos retraídos. Camila sabía lo que se disponía a hacer.

—Después de ti, pienso ir por tus hijos, Camilita.

Camila no respondió, el pánico era visible en su rostro.

—¿O prefieres que vaya antes a por ellos? —preguntó, de repete, como si se le hubiera ocurrido la maldad perfecta.

—¡No! —gritó Camila, de forma involuntaria.

La vampira se apartó de ella y le dio la espalda, dispuesta a irse. Camila se lanzó a ella, le latía la cabeza, donde había recibido el impacto del golpe, pero lo ignoró. La vampira la empujó con fuerza. Camila supo que sus esfuerzos físicos serían en vano. Miró a su alrededor, desesperada. Y se le ocurrió la solución.

Agarró un jarrón que tenía al lado y lo estampó contra el suelo, la vampira la miró de reojo, sin entender lo que hacía hasta que fue demasiado tarde.

Camila cogió uno de los afilados pedazos y se lo clavó en el brazo. Desgarró su propia piel sin contemplación. La sangre no tardó en brotar. En cantidad. Tentadora.

Amanda se quedó muy quieta, como si luchara contra su instinto. Su mente lógica quería hacerla sufrir con sus hijos pero la sangre, oh la sangre, la llamaba como nada en este mundo.

En menos de un segundo estuvo sobre Camila de nuevo. Ambas en el suelo. La vampira sobre la joven. No le dio tiempo a pensar. Clavó sus colmillos en el cuello de Camila.




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