Amarás la noche

Capítulo 48: Sin secretos.

Una hora antes.

Iván frenó el coche de golpe. Estaba alterado. Su cerebro buscaba posibles salidas por todos lados. Desde la confrontación física al debate. Miró a su amigo, que tenía una expresión inmutable.

Sigrid comenzó a acercarse al coche.

—Deberíamos bajar —dijo Lucien, desabrochándose el cinturón.

Iván se pasó una mano por el rostro y bajó con él.

—Dad la vuelta —dijo Sigrid, sin pararse a saludar, ni nada—. Os seguiremos con nuestros coches. Lucien, Camila está en peligro.

Lucien se paró en seco. Intercambió una mirada rápida y volvió al coche casi sin dar tiempo a su amigo a volver a entrar.

Iván no dijo una palabra en todo el camino.

Presente.

—Camila, no te duermas —dijo Lucien, sujetando fuerte— Has perdido mucha sangre, voy a cerrarte la herida, pero no te duermas.

Lucien se inclinó y lamió la herida, era la forma más rápida de cerrar el mordisco de un vampiro. No hubo ni un leve gesto de hambre en su forma de actuar, solo cuidado.

—Los niños... —murmuró Camila.

—Están bien —dijo Iván—. Yo fui a echarles un ojo mientras Lucien entraban. Tu madre y ellos duermen.

Camila asintió muy lentamente, mientras Lucien la ayudaba a sentarse en el suelo, apoyada en él.

—No sé cómo, pero Sigrid lo sabía. Ella nos dijo que volviéramos —comenzó Lucien, antes de ser interrumpido.

—Ella lo sabe —dijo Sigrid, entrando por la puerta de la biblioteca—. Nunca hubo ningún juicio contra ti programado esta noche, Lucien.

Lucien miró a Sigrid con una expresión de sorpresa, luego pareció darse cuenta de la situación y abrazó con más fuerza a Camila.

—Dioses... —murmuró.

—Si te hubiera dicho que quería usarme como cebo, jamás hubieras aceptado —dijo Camila, y tenía razón.

—Claro que no, Camila, ¿y si hubiera llegado un minuto tarde? —dice él, conteniendo la marea de emociones que le sobrevenía.

—Pero no lo hiciste... —susurró ella.

Iván se pasó una mano por el cabello, parecía realmente angustiado por la situación.

—Joder, Camila. Lo siento. Desconfié de ti... yo... Le dije a Lucien que... —Se mordió la lengua—. Por suerte, nunca me creyó. Jamás dudó de ti.

Camila negó con la cabeza.

—No estoy enfadada, me alegra que quieras defenderlo.

Dos días después.

El cadáver de Amanda, o lo que quedaba de él, fue barrido, las ventanas fueron reparadas y la casa limpiada a conciencia. No quedó rastro de lo sucedido.

Lucien preguntó insistentemente a Camila si quería volver a mudarse. Ella se negó. No se sentía insegura allí. No recordaba con amargura lo sucedido. No estaba dispuesta a huir más. Se sentía más fuerte y el color había vuelto a su rostro tras la pérdida.

—A Mathias le encanta esta casa —había dicho cuando volvieron los cuatro juntos.

Lucien no podía negar que tenía razón, igual que no podía negar lo mucho que le conmovía que pensara tanto en él como en Elio.

***

Las semanas fueron pasando, y una sensación de tranquilidad fue asentándose en ellos, pero aun había una cosa que daba vueltas en el interior de Lucien, y que había estado pensando profundamente.

Una noche, cuando estaban solos en la azotea, y los niños ya dormían, no pudo resistirse más.

—Llevo un tiempo dándole vueltas a una idea —comenzó, mirando al horizonte—, pero no te lo he preguntado antes, ni lo he mencionado, porque tengo miedo.

—¿Miedo? —repitió Camila, levantando una ceja y girándose hacia él.

Él exhaló una risa breve.

—Sí, de que pienses que... te comparo con fantasmas del pasado o que quiero que ocupes el lugar de alguien más —dijo él, volviendo la vista a ella de nuevo—, porque no es el caso, pero eso no me quita las ganas.

Camila frunció levemente en entrecejo. No quería pensar en ello. No quería hacerse ilusiones.

—Oh —fue lo único que atinó a decir.

—En realidad llevo pensándolo de antes de que naciera el bebé —confesó Lucien—. Pero no quería meterte presión en un momento tan delicado para ti.

—Lucien...

—Sospecho que no eres la típica mujer que quiere hacerlo a lo grande, con público —dijo Lucien, ahora girado completamente hacia ella—, por eso me he esperado a esta hora y he elegido un sitio bonito pero no... pomposo.

Camila se tapó la boca con una mano en el momento en que Lucien hincó una rodilla al suelo y buscó algo en el bolsillo de su americana. Ella sintió cómo los colores le subían al rostro.

—Camila, ¿te casarías conmigo? No me imagino la eternidad si no es contigo, y no sé cómo he vivido siglos sin compartirlos contigo —dijo él con total naturalidad, aunque sonara cursi, aunque Camila estuviera roja hasta las orejas.

Camila no contestó. Se lanzó a sus brazos, comenzando a llorar incluso antes de que él la atrapara y le diera una vuelta en el aire. Cuando le puso el anillo, Camila lo vio por fin. Ni se había fijado en cómo era. Una pieza fina, de oro rosa, con pequeños diamantes engarzados por la superficie y uno más grande, con forma de estrella en el centro. Parecía antiguo.

—Es precioso —dijo, mirándose el dedo—, y es antiguo, como tú.

Él soltó una risa involuntaria.

—No es tan viejo como yo, pero no creo que te hubieran gustado las joyas de mi época, son muy recargadas —susurró, con un deje de humor.

Ella rio con él y se puso de puntillas para besarlo. Fue un beso largo, con mucha más ternura que pasión, e involuntariamente, salado de lágrimas.

—Sí quiero, Lucien. Sí, mil veces —dijo ella, cuando sus labios se separaron por fin.

Él le devolvió una sonrisa cálida, impropia de cualquier criatura centenaria que poblara la noche. Soltó una única lágrima. Roja. Que Camila le apartó del rostro al instante. Lucien podía contar con los dedos de una mano cuantas eran las veces, desde que se había transformado en lo que era, que había llorado de felicidad. Esta era, definitivamente, una de ellas.




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