Amazonas | Libro 2 | Saga Estaciones

Prólogo

 

La bala pasó silbando a unos centímetros de su oreja

La bala pasó silbando a unos centímetros de su oreja. Estuvo a punto de atravesarle el cráneo tal como lo había hecho con el agente sin nombre. A Elsa le hubiera gustado saber el nombre del hombre antes de que fuera asesinado a sangre fría por un placebo. Dio su vida a cambio de la de treinta personas más, si existía el cielo, debería estar ahí. Ella y otros tres milenials cubrían a los demás mientras escapaban. Hacían lo mejor que podían considerando que ninguno tenía buena puntería, y además, estaban cansados y hambrientos. Pero el instinto de supervivencia era más fuerte, aguantarían todo lo que pudieran.

Otra ola de disparos comenzó. La colombiana se preguntó de dónde demonios habían sacado armas los placebos. Estaba claro que esto no era Estados Unidos, donde las armas de fuego estaban por todas partes. Esto era Latinoamérica. Tampoco era el lugar más pacífico del mundo, pero era más difícil encontrarse con alguna. Gracias a que sus países no tenían políticas a favor del uso libre de armas, habían logrado sobrevivir más tiempo que los norteamericanos. Los pobres habían caído en días.

Cuando todo pasó de ser malo a una completa catástrofe, algunos ya estaban dentro de las ciudades amuralladas que construyeron. Por lo que el líder de la fuerza rebelde logró averiguar, había cuatro a lo largo de América. La de Colombia les quedaba más cerca al grupo de Elsa y era allí donde trataban de llegar. No lo habían planeado, pero si las teorías de Rodríguez resultaban correctas, podrían entrar por el túnel alterno del paraíso número nueve.

Sería un milagro si la alcantarilla por la que podían entrar no había quedado dentro de la ciudad, al igual que el agujero por el que acostumbraba ingresar Elsa. No tenían otro plan si no funcionaba.

Vargas iba corriendo con el resto de sobrevivientes por la carretera, atento siempre por si más placebos aparecían. Sujetaba con una mano a un niño de no más de seis años y con la otra afirmaba el agarre de la única arma que le quedaba. Habían contado dos alcantarillas desde que huyeron del último pueblo, les quedaban tres más y llegarían. Rodríguez lo había abandonado y lo dejó al cuidado de más de veinte personas. Su orden era que los metiera en el túnel y se quedara allí hasta que regresara. El agente al mando había dicho que iría en la búsqueda del escuadrón que dejaron atrás para traerlos de vuelta, pero Vargas sabía la verdad. Había ido al rescate de Elsa.

La adrenalina que sentía por el peligro alimentaba los celos que tenía de la mujer. Ella siempre se hizo de rogar y apenas le daba la hora a Rodríguez, pero él se arrastraba hacia ella cada vez que la veía. Si tan solo su oficial lo viera de la misma forma que él lo hacía, todo sería diferente. Pero nunca pudo confesar sus sentimientos, estaba claro que no era correspondido. Y ahora probablemente moriría con ese secreto.

Un par de kilómetros atrás Elsa apuntaba a matar a un hombre que se acercaba corriendo a la casita de madera de un piso que utilizaba de escudo. Vio que le dio en el cuello antes de volverse a ocultar en la pared. Ella había apuntado a la pierna, pero lo consideró como buena por haber logrado herirlo por lo menos.

—¿Le diste? —preguntó la mujer que estaba al otro lado de la ventana rota por la que disparaban.

Elsa asintió hacia Rebeca.

—Creo que quedan cinco —murmuró el hombre que miraba hacia el exterior por una mirilla que se había hecho en una de las paredes. El hombre era un verdadero cobarde, no se atrevía a sacar la cabeza por nada y había dejado que las mujeres se encargaran de todo.

—Malditos locos —murmuró Oswaldo desde la otra ventana. Él era el mejor agente del grupo—. Ya casi se me acaban las balas.

Y a los demás también. No soportarían mucho más.

—¡Vienen dos!

Todos pusieron sus dedos sobre el gatillo de sus armas. Se asomaron por la ventana al mismo tiempo y dispararon. Los estruendos comenzaron a sonar por medio minuto, pero solo una bala impactó en el cuerpo de uno de los sujetos que se acercaban. El otro logró llegar hacia la ventana y agarró a Rebeca del brazo jalándola tan fuerte que la sacó de la casa. Elsa intentó disparar, pero el arma solo hizo un leve clic, indicándole que ya no tenía munición. Sacó el cuchillo atado a su cadera.

—Cúbranme —gritó. Respirando hondo saltó por la ventana.

Su brazo tomó impulso y hundió el arma blanca en la espalda del hombre. Este se detuvo de lo que estuviera haciéndole a la otra mujer y se puso de pie.

De un manotazo derribó a Elsa, quien cayó aturdida por el golpe. Se puso encima de ella esta vez. La pelinegra se preparó para los golpes, pero no llegaron. El hombre comenzó a lamerla. Se cubrió el rostro, pero en lugar de parar, le lamió la piel de las manos. Escuchó dos disparos muy cerca y entonces el hombre se detuvo. Un hilo de sangre salió de la boca del hombre y segundos después se desplomó encima de ella. Hicieron a un lado al cuerpo para que la muchacha se pudieron levantar. Elsa apenas se puso de pie, vomitó. Se quitó su abrigo militar y se limpió lo mejor que pudo. Se dio la vuelta y encontró a Oswaldo consolando a Rebeca, que lloraba suavemente. Elsa miró la palma de su mano y notó que el conocido símbolo se le había borrado de la mano. Tendría que buscar algo para dibujárselo de nuevo.

Cuando todo se calmó y no quedaban placebos en pie, se le informó que el agente cobarde había muerto al haber sido alcanzado por una bala. Por lo menos no tendría más miedo. O eso esperaba.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.