Amazonas | Libro 2 | Saga Estaciones

Capítulo Uno

La mayoría acerca de estar afuera de los muros me gustaba

La mayoría acerca de estar afuera de los muros me gustaba. El aire parecía diferente, lo que tal vez no era posible y solo fuera percepción mía, pero así lo sentía. Y me maravillaba por cosas tan simples como un auto muy oxidado en medio de la carretera o uno que otro animal huyendo de Ian y de mí. Sin embargo, cuando llegaba la noche, era un escenario completamente diferente. El frío era la peor parte, porque podía soportar dormir en el suelo, pero el frío era demasiado. Aunque Ian renunciara a su abrigo para dármelo, seguía sin ser suficiente. Sin mencionar que no me gustaba que, mientras yo dormía, Ian estaba vigilando. Cuando le sugerí que nos turnáramos, se burló de la idea. Me sentí muy ofendida por ello, pero no se lo dije. Según él, no reconocería una amenaza aunque estuviera frente a mí, a lo que yo respondí que no había tal amenaza. Comenzaba a pensar que las personas que eran exiliadas no morían por algún peligro en el exterior, sino de hambre y soledad, ya que este lugar no tenía nada que ofrecer.

Cuando salimos de la que creí era una carretera interminable en medio de las montañas, me di cuenta de que la mayoría de las cosas aquí afuera estaban destruidas o en proceso. No había ni una sola cosa en buen estado y lo poco que había, o estaba dañado, o muy deteriorado. De todos modos, entrabamos a las pocas casas que nos encontrábamos y que estaban en pie para buscar algo que sirviera. Hasta ahora habíamos recolectado un cuchillo oxidado, una botella de vidrio que al lavarla sería muy útil según Ian y una manta vieja, llena de polvo y que olía a humedad y algo más que no podía identificar. De eso ya había pasado dos días.

Giré el mapa que tenía en mis manos para lograr leerlo.

—Está al revés —observó Ian sin dejar de observar a su alrededor. No sabía qué tanto buscaba, éramos las únicas personas con vida a kilómetros a la redonda.

—A ver si entiendo —dije esforzándome por leer las pequeñas letras en el mapa—. Tenemos que ir a Trinidad, pero estamos en Tamará. Y según tú llegamos mañana.

—No según yo —replicó—. Llegaremos mañana.

—Tal vez no sé mucho de esto, pero acabamos de pasar el río ¿cómo era? ¿Bomana? ¿Boyara? —estreché mis ojos para divisar el nombre en el mapa.

—Río Boyagua —corrigió antes de que lograra hacerlo.

—Ese mismo —estuve de acuerdo—. ¿Por qué simplemente no fuimos por la orilla de ese río en lugar de alejarnos de él? Según el mapa, si seguimos directo y continuamos por el Río... creo que dice Pauto, o quizá Pato ¿Pato no es un animal? No importa, no me hagas caso. Si íbamos por la orilla, nos llevaba directo a Trinidad. A sus puertas —concluí. Ian me envió una mirada aburrida antes de regresar a su escrutinio a nuestro alrededor—. Eso en un supuesto de que estemos bien ubicados en el mapa, de lo contrario estamos perdidos.

—No estamos perdidos —gruñó por milésima vez—. Y ya deja de hablar.

Entrecerré mis ojos hacia él, dispuesta a discutir, pero me envió una mirada de advertencia. Cerré la boca y guardé el mapa en mi carterita de cadera. Se la vivía repitiéndome que no perdiera el mapa, que realmente estaríamos perdidos sin él. Le mencioné que no perdería una enorme hoja de papel que estaba en mis manos, pero no estuvo de acuerdo con mi afirmación. En esta ocasión saqué la brújula. Observé que estaba apuntada hacia el sureste.

—No la vayas a perder —pidió.

Hice una mueca de fastidio. Me recordé a mí misma que Ian no solía ser tan gruñón, que solo era el estrés de no haber dormido en cuarenta y ocho horas. Yo también tenía malos ratos a veces. Forcé una sonrisa para ayudar a tranquilizarme.

—Al menos puedes decirme por qué el desvío —sugerí en un susurro. Su mandíbula se apretó. Sabía que yo era un fastidio, pero el silencio me enloquecía. Hacía que piense en otras cosas, cosas que tuve en Primavera y que obviamente ya no tenía. No supe lo que tenía, hasta que lo perdí—. Si por alguna razón nos separamos, creo que sería bueno que al menos sepa lo mínimo para sobrevivir aquí afuera.

O al menos intentarlo, murmuré en mi mente.

Me quedó mirando fijamente. Del Ian juguetón que conocía, no lograba ver ni una pizca. Desde que me había salvado de ser asesinada, no lo reconocía. David dijo que podía pasar, los rumores que habían llegado hasta él advertían del cambio que sufrían los que se ofrecían para estar en La Fuerza. Según el cuatro, lo que experimentaban mientras hacían su trabajo, era demasiado para un ser humano. Te cambiaba inevitablemente. Y por supuesto que no preguntaría qué le ocurrió, no por falta de curiosidad, sino por simple consideración hacia él.

Pero lo cierto era que, a pesar de creer que no había nada aquí afuera, su comportamiento me asustaba. Sin mencionar otra causa de mi miedo. Por más difícil que me fuera admitirlo, mi miedo tenía un nombre y era Paúl Clayton. Bien podría estar buscándonos ahora mismo, cuatro de sus guardias no habían vuelto, eso sería sospechoso. Ese viejo no descansaría hasta encontrarme. O tal vez me atribuía a mí misma demasiada importancia y el viejo Clayton ni se acordaba de mí. Esperaba que sea eso.




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