Amazonas | Libro 2 | Saga Estaciones

Capítulo Dieciocho

 

Tenía un nudo enorme en el estómago

Tenía un nudo enorme en el estómago. Mas bien se sentía como un bulto. Qué manera tenía el cuerpo de expresar el peso que llevaba encima.

No se trataba solo del asunto de Estela, sino también el asunto de los historiales médicos. Tenía que contarle a alguien uno de los dos asuntos y por el momento sabía bien cuál sería. En cuanto viera a Ian, lo arrastraría al cuarto de ropa limpia.

Ni Estela ni yo nos volvimos a dirigir la palabra. Incluso cuando llegó Henry, con la cara enrojecida por el calor, nadie dijo nada ni hizo un comentario gracioso para romper el hielo. Nos limitamos a saludar y hacer nuestro trabajo.

Sacamos adelante el desayuno y cuando Henry me ordenó llevar la comida a los centinelas, Estela intentó de todas las formas disuadir a nuestro jefe. No hubo resultado, así que me encargué de la tarea. Cuando nuestros ojos se encontraron antes de que saliera a cumplir con la orden de Henry, pude ver la advertencia. No digas nada, me decían sus ojos.

Dejé la comida para los centinelas sin otro altercado. Menos mal. Hallaba mi camino de regreso a la cocina, cuando me encontré con Andrea. Su cabello había crecido mucho, ya no lo traía por sobre los hombros, ahora las puntas cubrían sus clavículas.

—Oh, hola. Te tenía en mente —saludó. Caminamos una a lado de la otra. Me tendió algo. Extendí mi mano y lo recibí. Un pedazo de espejo percudido estaba envuelto en cinta azul—. Feliz cumpleaños —dijo.

Me quedé viendo el pequeño objeto en mis manos. No tenía idea de que algo así, algo como recibir un regalo en un lugar donde las cosas escaseaban, podía causar una sensación de calidez en el corazón. Mi garganta comenzó a ponerse pesada y mis ojos comenzaron a humedecerse. Este regalo sería la escusa perfecta para derramar las lágrimas que me estaban ahogando por dentro. Sin embargo, opté por contener las emociones que amenazaban con hacerme llorar. Había un límite para las lágrimas, y ya había llegado a él por hoy.

—Gracias —susurré, tratando que la palabra sonara clara—. No tenías que darme nada —agregué. Ella alzó sus hombros, lo que la hizo lucir más adorable de lo que ya era. Su pequeña estatura acompañaba esa impresión.

—Tómalo como una disculpa atrasada —aclaró. Mi frente se arrugó por la confusión.

—¿Disculpa de qué? —pregunté.

—Por tomar prestada a tu mamá todo este tiempo —susurró. Abrí mi boca para responder, pero ¿qué decías ante algo así?

—Gracias por el regalo —dije finalmente, porque quedarse callada tampoco parecía lo adecuado.

Ella asintió y se aclaró la voz.

—Pensé que estarías sorprendida —comentó. Cruzó sus brazos a la altura de su pecho.

—¿Por qué lo estaría?

Hizo un sonido con su garganta, en lugar de responder mi pregunta. Sus ojos se hicieron pequeños.

—Alguien te contó ya de tu verdadera fecha de nacimiento —afirmó—. ¿Quién fue? Porque sé que no fue mamá.

—Ese fue Canek.

Hizo una mueca de desagrado.

—Conociéndolo, lo hizo terriblemente.

No precisamente, pensé para mí misma.

Llegamos juntas al comedor, el cual ya estaba vacío, porque la hora del desayuno terminó hace un rato. La gente aquí era puntual porque sabían que, si no lo eran, no habría comida para ellos. Aunque no tenía idea de cómo sabían la hora.

—Supongo que regresas al trabajo.

—Sí —respondí—. Nos vemos por ahí.

—Tal vez vaya al entrenamiento el jueves —dijo. Asentí. Levanté el espejo.

—Gracias de nuevo.

Se dio la vuelta con una sonrisa y desapareció por el pasillo. Atravesé el comedor, y justo cuando di un paso hacia el interior de la cocina, me encontré con Canek. Las tres personas en la habitación me quedaron viendo como si me acabara de aparecer un tercer ojo en la cara. La atención de Canek se desplazó a lo que traía en la mano. No sé por qué lo hice, pero escondí mi mano atrás de mi espalda. Henry solo negó con la cabeza.

—Bueno, llévatela —gruñó y siguió en lo suyo. Canek sonrió. Su sonrisa me dio miedo, porque él no solía hacerlo. Di un paso hacia atrás cuando él caminó hacia mí. Tomó mi muñeca y me giró hacia la salida.

—Solo será por hoy —le dijo a Henry. El señor malhumorado alzó su mano de mala gana. Miré a Estela por un segundo antes de que estuviera fuera del alcance de mis ojos. La advertencia seguía en sus ojos, pero ahora el miedo era más fuerte.

Fue cuando llegamos a la mitad del comedor que reaccioné.

—Espera, ¿qué estás haciendo? —le exigí saber. No se detuvo, siguió dirigiendo el camino hasta que estuvimos en la puerta de su habitación. La abrió y me jaló dentro. Estuvimos unos segundos con la luz apagada hasta que la encendió. Una racimo de banana reposaba sobre una de las camas. Por lo demás, nada destacaba. Su mano seguía rodeando mi muñeca.




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