Amazonas | Libro 2 | Saga Estaciones

Capítulo veintisiete

 

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Puesto que no era capaz de volver a la cocina todavía, me asignaron otro trabajo. Tenía que reunir la ropa sucia de todos y dejarlo en el enorme costal en el que se llevaban las prendas y regresaban limpias y secas en un par de días. No terminaba ahí la cosa, sino que estaba de camino a lavarla junto a las demás personas que se encargaban de la tarea.

Aseguraba cada uno de mis pies al suelo antes de dar un paso y aun así me tropezaba. El camino era horrible. Hubo espacios por los que apenas cabíamos. Hasta tuvimos que empujar el costal con ropa, porque no entraba del todo.

Lamec iba soltando órdenes de vez en cuando. Agacha la cabeza, mira por dónde caminas, te dije que trajeras un abrigo. Las órdenes no eran el problema, o no mucho, sino que teníamos público, uno muy atento y que esperaban por un chisme nuevo para sobrellevar la vida monótona del refugio.

Desde hace unos minutos se escuchaba un murmullo lejano, y conforme nos acercábamos, se hacía más fuerte. Era agua corriendo, se escuchaba como que era mucha.

—Aquí abajo sí que es muy grande —comenté cuando Lamec me tomó del brazo justo antes de que estampara mi cara contra el suelo—. Y resbaloso.

En sus ojos vi que quería regañarme por casi abrirme la cara con el tropiezo, pero le tomó unos segundos calmarse. Cuando habló, no parecía enojado.

—El lugar es más grande de lo que crees y hay muchos caminos sin explorar. Canek es el que más caminos conoce. Él ha encontrado todos los puntos importantes que nos sirven para diferentes propósitos. Algunos con ayuda del libro y otros él solo —me contó. No sé si se había dado cuenta, pero sostenía mi muñeca con firmeza. Los demás que nos acompañaban también escuchaban la conversa entre ambos—. Puede llegar a ser muy peligroso que alguien se aventure solo por estos caminos. Se perdería o peor.

¿Quién querría recorrer estos caminos oscuros a voluntad? Yo no, desde luego.

—¿Dónde consiguieron ese libro? —le pregunté. Él me quedó viendo con una pregunta grabada en su rostro—. Mencionó que Canek se ayuda de un libro. ¿Es lo que les dio Gabriela Clayton?

Me miró sorprendido de que lo supiera, aunque la sorpresa se fue rápido.

—Gabriela solo nos dio el mapa de cómo encontrarlo. El libro de Canek estaba aquí adentro y lo encontramos cuando logramos entrar —explicó.

—¿Y cómo consiguieron las camas? ¿Las cosas de las cocinas? Es decir, todo lo que hay dentro —pregunté invadida por la curiosidad y aprovechando este momento de apertura de Lamec—. Me lo he preguntado desde hace tiempo.

—Todo lo grande ya estaba dentro. Solo tuvimos que limpiar y hacer funcionar todo.

—Pues qué suerte que Gabriela supiera de este lugar.

Quise seguir preguntando, pero ya no hubo tiempo. Llegamos a una cueva enorme con un gran lado de agua. Igual no era tan grande comparado con el que Canek me había mostrado, pero para estar adentro tenía un buen tamaño. El agua corría hacia abajo. La verdad no sabía si aquella dirección era abajo, pero el agua no podía correr hacia arriba, así que para mí era abajo.

Me puse de cuclillas e iluminé hacia donde el agua desparecía corriente abajo. Eso se veía realmente oscuro. Escuché un sonido animal que ya conocía de antes. No me dio tiempo de pararme. Lancé un chillido y caí sobre mi trasero. La rana se fue saltando a toda velocidad, tal como mi corazón estaba.

La risa de los demás me hacía enojar y estuve a punto de protestar cuando vi el rostro de Lamec. Sonreía, una igual a la mía. El parecido me seguía golpeando fuerte, como un puñetazo directo a la nariz. Me ayudó a ponerme de pie. Me acercó y comenzó a revisar mis codos. Murmuró algo acerca de que no era grave y me llevó hacia el agua. Me hizo sentar sobre una roca mientras él iba hacia el grupo que ya comenzaba a ponerse manos a la obra con la ropa. Vino con una pastilla pequeña de jabón y un pequeño recipiente. ¿Era eso la mitad de un coco? Se puso en cuclillas, se lavó las manos y luego vino hacia mí con el agua del recipiente. Cuando lo tuve frente a mí, comprobé que sí era la mitad de un coco.

Me tomó de un brazo primero y comenzó a lavarme el codo. Quise decirle que podía hacerlo, pero no pude. Se veía muy concentrado en la tarea y solo lo dejé estar. Cuando terminó, fue a por el otro brazo.

—En la próxima apoya todo el antebrazo, no solo los codos. El daño es menos —me aconsejó cuando acabó. Murmuré un gracias.

Con una sensación extraña en el pecho, comencé con la ropa también. Después de lo que pareció una hora o más, terminamos. Mis manos parecían pasas y gran parte de mi ropa estaba mojada. Tuvimos que repartirnos la ropa mojada para llevarla hacia donde había que colgarla. Al parecer era un lugar distinto, tal vez el claro al que Canek me llevó en mi cumpleaños. Ahí corría aire y entraba la luz.




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